miércoles, 27 de octubre de 2010

EUFORIA


Cuando la vida nos sonríe, cuando todo está en su sitio y funciona, es fácil aceptar un nuevo cambio; parece que la línea de navegación de nuestro barco es inalterable y su flotabilidad está a prueba de todo escollo. Ingenuamente, sentimos que respiramos mejor, que tenemos más pelo y menos peso, que el refrigerador tiene un color maravilloso y el agua del grifo está en su justo punto de temperatura.
No podemos imaginar la que nos están preparando. Sí, en nuestra propia casa, las personas más cercanas.
El adolescente sabe que ese es el mejor momento para decirles a sus padres que no quiere ir a la universidad, o que está embarazada, que quiere cambiarse de sexo o irse de casa. Y a veces cuenta con cómplices (madres o padres o hermanos confidentes) que han planificado al detalle la situación. Porque saben que en otros momentos, cuando vivir nos parece una sucesión interminable de ansiedades bajo control, esa noticia imprevista y desagradable puede hacernos reventar de ira, incomprensión o rechazo.
Ni mucho menos es el adolescente el único que conoce estas estrategias, tan sólo es uno más de los que se han aprovechado de un viejo truco. Como Matahari, aquella amante bandida que esperaba hasta el final del acto sexual para plantear las cuestiones delicadas, o los generales de Napoleón que esperaban la llegada de la victoria para plantearle al sire sus aspiraciones más ambiciosas (tal vez acabar convirtiéndose en personajes de un cuento de Antonio Pereira).

Los momentos de euforia desmedida son los más apropiados para estos ardides. Como esa joven que llega a casa entusiasmada porque acaba de aprobar las oposiciones y le piden que se siente en el sofá. O en el aeropuerto, justo antes de empezar en solitario ese viaje soñado desde la infancia y tu pareja te pide que dejes de hablar un momento para explicarte algo. O cuando estás celebrando la Eurocopa, haciendo cortes de manga a Platini y brindando por el Niño, y de repente te llaman al móvil. Da igual lo infame que sea el asunto planteado, lo aceptarás de buen grado porque no hay espina que duela si ves el camino de rosas.

miércoles, 20 de octubre de 2010

SABER CONTAR


Como aquella señora que decía: yo alguna vez me planteé escribir un libro pero leía a García Márquez — aquella prosa, aquellos párrafos, aquella novela— y el desafío me parecía tan inabordable que nunca me planteé la aventura; así evité la derrota.
O cuando el comodoro Enterría afirmaba que después de Garcilaso ya no había nada que decir, para qué tanta retórica, poética, desvelos sin sentido. Llevó este ideal a un examen de oposiciones, cuando el tema que le tocó desarrollar fue El Romanticismo respondió: los poetas del XIX no aportaron nada nuevo a la literatura en castellano, por tanto me remito a Garcilaso de la Vega, escritor, guerrero y espía, nacido en Toledo en 1503, cuya obra, bla, bla, bla.
Si a todos nos apabullara tanto, o tuviéramos tal capacidad para reverenciar lo ya escrito, desde los orígenes de la humanidad, no habría nada más que signos en las cavernas, vulvas y penes en una pared de Tito Bustillo.
Gabriel García Márquez se levantaba a las ocho de la mañana, se ponía un mono azul de obrero y se lanzaba sobre su máquina de escribir para trabajar hasta las cuatro de la tarde; luego tendría que vender su coche para poder mantenerse económicamente y aún así vivir de prestado, hasta que fue capaz de hacer su apuesta, un texto que en su primer momento resultó insólito y fue rechazado por unas cuantas editoriales, pero que al final se impuso como es bien sabido. No tengo claro si ese detalle del mono es muy proletario o muy pop (también Mao Zedong fue motivo de varios cuadros de Andy Warhol), lo indudable es que Gabo, el futuro premio Nobel, estaba seguro de tener algo que contar y sabía cómo hacerlo. Cien años de soledad está ahí para todo el que quiera comprobar si aquel esfuerzo mereció la pena.
El atrevimiento, la desfachatez, la sapiencia, la necesidad, la envidia, cualquier excusa es posible para mantener en marcha ese motor vital que es la escritura creativa. Luego ya veremos si estamos ante el nuevo Borges o el más ingenioso redactor de listas de la compra. Que lo escrito se convierta en literatura es otra cuestión. Que el entretenimiento sea una forma de arte es algo aún más peliagudo. Temas para otros escritos.
Quien no tiene algo que decir no es consciente de su fortuna.
Lo difícil es contar.

miércoles, 13 de octubre de 2010

EN LA GARGANTA DEL SEDUCTOR


El atributo físico masculino con mayor capacidad para seducir a las mujeres es la voz, dicen las estadísticas. Lo que no aparece en esos datos es de qué hablan los conquistadores, algo que todos querríamos saber, hombres y mujeres, sobre todo por ver si tiene alguna importancia a la hora de conquistar las apetencias del prójimo o la prójima.
Reconozco que bebo más cerveza y disfruto más de los anuncios del fútbol desde que el grandísimo actor, anarquista, escritor, director Fernando Fernán Gómez puso su voz para enardecer la liga española de fútbol, y si tuviera que operarme de algo me pondría la voz de Tom Waits o del autor de “El viaje a ninguna parte”.
          Dicen los extranjeros que voceamos los españoles, que nuestra forma de hablar es ruidosa e hiriente para cualquier habitante de los bares. Y tal vez no se equivoquen. Queremos conquistar a la audiencia con nuestra voz, dominar la conversación, sentar cátedra, ser aceptados y reconocidos, respetados en sociedad.
La incertidumbre es dolorosa. Tendemos a rellenar los vacíos —sobre todo los seductores, claro— porque el silencio nos incomoda. Y así convertimos al que calla en el que otorga, el que esconde o el que es sabio.
El tertuliano es esa especie dominante de parlanchín que tiene gracia o sapiencia suficiente para hablar de cualquier tema durante el tiempo que haga falta y mantener sus afirmaciones, sean relevantes o sin sentido, ante otros de su misma calaña. El tertuliano puede hablar con solvencia de fútbol, de economía, de literatura, de la cesta de la compra o de las operaciones a corazón abierto. Un buen tertuliano nunca debe otorgar, siempre debe esconder y no nos importa si es sabio. Como decía Vittorio Gassman, no hace falta ser muy inteligente para saber actuar, el mayor imbécil puede ser un magnífico actor. Y a todos nos gusta una historia bien contada, sea realidad o ficción.
Si nuestro estado natural es la búsqueda del placer, sea este la estabilidad mental o el desenfreno carnal, la duda es un obstáculo, un hueco a rellenar, tal vez con palabras.
También las sociedades primitivas buscaban explicación a sus incógnitas, así nacieron los dioses, seductores sin voz propia.

miércoles, 6 de octubre de 2010

SUECA


El niño entra sin importarle lo que pueda estar haciendo su madre. Mamá, mamá, ¿qué es un homosexual? Pero, hijo, ¿no ves que estoy en el baño? Sal de aquí ahora mismo, ya hablaremos luego.
Para un niño de 7 años no existe el concepto de intimidad, o al menos no si es la referida a su propia madre. Aunque esa desaparición del terreno propio, esa disolución de la identidad que es la vida materna, no es lo que preocupa a la madre en ese momento. Necesita ganar tiempo. Se trata de un tema delicado. No es lo mismo explicar qué es un árbol caducifolio o un animal ovíparo, por poner ejemplos concretos, que abrir a los ojos del tierno infante un tema delicado que aún sigue siendo tabú para muchos adultos.
Estamos ante una mamá moderna, actualizada, versión 8.1. Lo primero que va a hacer es meterse en internet y buscar chats sobre el tema para consultar a los mejores especialistas, aunque es posible que esa “Doctora Marilín” sea en realidad un desconocido paquidermo de 50 años, poblada barba a lo Jiménez del Oso y sin ningún doctorado. Mejor buscar con Google, o en la Wikipedia; lo que sobra en la red es información, la cuestión es saber seleccionarla. ¿Pero esos testimonios son fidedignos? A saber quién habrá escrito esas patrañas. Mejor llamar por teléfono a una asociación de homosexuales oficial y hacer las consultas debidas. ¿Es adecuado abordar el tema a esta edad? ¿cómo se lo digo? ¿qué debo explicar?
El pánico que ha llenado el baño con mamá dentro no impide que vuelva a entrar el joven investigador. Venga, mamá, no te hagas la sueca. (De donde sacará este niño ese vocabulario). Eeeeh, oye, mamá, ¿homosexual y gay es lo mismo? Pues… sí. Ah, bueno, entonces no hace falta que me expliques nada. Pero... ¿quién te habló de eso?, pregunta mamá igualmente pasmada que aliviada. Uno de los mayores, en el patio, ya nos dijo todo lo que hay que saber de gays y fabianas.
Y mamá pudo al fin sentarse cómodamente, sonriente y libre —por unos preciosos minutos— de nuevos compromisos inesperados.
¿Acaso creen que han dejado de existir esas rutas espontáneas de información y aprendizaje que desde siempre han funcionado? Reyes Magos, homosexualidad, cromos repes... Toda cuestión es posible en el patio del colegio.