miércoles, 23 de febrero de 2011

MORBOSO


Ayer se me apareció un hombrecito poco más alto que un bolígrafo y algo más grueso. Iba con chanclas, bermudas y una camiseta de los Ramones. Salió de detrás de la pantalla del ordenador, dijo que era mi conciencia y me sentí culpable.
A veces me dejo llevar por aquella idea de sexo, drogas y rockanroll cuando busco por internet la biografía de músicos admirados, esos truculentos archivos en los que tienen cabida datos estrambóticos como los que no pude dejar de almacenar cuando en un programa de la tele salía un tío con una barra de pan diciendo que era como el órgano de John Holmes (el actor porno de los 70-80 en el que se basa la magnífica película Boogie Nights). Yo buscaba en los canales algún entretenimiento que me permitiera tomar una cerveza y unos cacahuetes antes de decidir qué clásico en blanco y negro me refrescaría la noche, pero no pude evitar parar un momento mi pulgar decisivo ante aquella morbosa tontería. Sobre todo cuando dijo que Bogart, escondía bajo su gabardina una barra de pan de 24 centímetros, la talla que gastan actores porno como Rocco Siffredi o Nacho Vidal. Me pregunto quién tomaba esas medidas, porque los panaderos bastante tienen con levantarse a las 4 de la mañana y no me imagino a Lauren Bacall contando chorradas semejantes. El presentador iba recortando a pedazos la barra para mostrar sus datos contrastados y que todos pudiéramos hacernos una idea más rotunda. De vez en cuando comía un mendrugo y se partía de risa.
Con lo que me gusta a mí el currusco de la barra de pan por qué tiene que venir este tío a hacerse el gracioso, por qué no hace sus morbosas comparaciones con objetos menos cotidianos. Porque quiere trascender, dice mi pequeño muñequito-conciencia asomándose tras la jarra, el muy resabido.
Hoy no hay película. La tele apagada, fría y lejana.
Música del difunto Willy DeVille y más cacahuetes para brindar por su mejor vida mientras el muñequín se aburre sin poder aleccionarme. Váyase al cuerno.

Publicado en El Comercio

miércoles, 16 de febrero de 2011

QUEJA


La queja es una petición de ayuda. Esto puede parecer una definición evidente si pensamos en una exclamación de dolor provocada por un daño físico, pero las formas de quejarnos son tan variadas que dan para unos cuantos libros de psicología, antropología o artes culinarias.
Esa persona adulta con tremendo bigotón que pone pucheros cuando se le complican las nuevas tareas o aquella señora que escribió una carta al director para mentarles la madre a los que trazaron la carretera partiendo su finca por la mitad, están pidiendo ayuda. Podemos tomar el vermú cantando alabanzas y gritando hurra, pero ¿cuánto duraría la conversación sin quejas, y sin llegar al aburrimiento? ¿Qué son sino quejas las columnas de opinión o las críticas gastronómicas?
La queja brota inconscientemente, muchas veces de forma inútil, porque nadie puede oírnos: es un grito en el vacío. Y lo peor son los ecos.
La literatura esta llena de gritos de socorro. La expresión artística en forma de poemas, narraciones, representaciones, pinturas, puede no tener una intención comunicativa, pero es muy probable que la persona que ha elaborado la pieza necesite transmitir su clamor a todo el mundo: está pidiendo auxilio. Y tal vez nuestra atención pueda salvar su vida, si decidimos que merece la pena.
Cuando Dan Brown multimillonario escribe nuevos textos que llegan a nuestras manos en forma de libro está pidiendo socorro, y habrá millones de personas que acudirán para salvarle euros en mano.
Robert Walser escribía en silencio sus lapicerías desde el manicomio de Herisau en los años cuarenta y cincuenta para ayudarnos a comprender que los susurros del desamparado pueden ser geniales.
Queja es una palabra malsonante, de acuerdo, llámenlo reclamación, demanda, descontento, pena, disgusto, lamento, blues (como Robert Jonson), aullido (como Allen Ginsberg) o gemido, cuando la distancia entre dolor y placer es más corta.
No se disgusten, hagan caso del ilustre ministro que hace unos años afirmaba: la situación es alarmante pero no preocupante porque preocupándonos no vamos a conseguir nada.


Publicado en El Comercio

miércoles, 9 de febrero de 2011

ESPECTRO ENCADENADO

Entramos en aquella casa desconocida con toda familiaridad, después de ver media docena en un día las intimidades visitadas eran tan ajenas a nuestra escrutadora visión de compradores de piso como los pies para un dentista.
Ella estaba magnífica, todo hay que decirlo, porque cuando te pones a ver casas de segunda mano, inevitablemente te encuentras con sus habitantes, y es que un señor mayor en bata con la mirada perdida ante la palabra “parabólica” o una adolescente que no sabe cuánto se paga de comunidad ni dónde está la caldera, no son los perfectos anfitriones cuando lo que se plantea es vender el propio hogar. Esta anfritriona, en cambio, no sólo había cuidado su imagen personal, sabía lo que se hacía.
Nos mostró el amplio balcón de la cocina que podía albergar un tendedero, el salón, más grande de lo habitual en los pisos modernos. Nos iba revelando la casa con claridad, dejando sus miguitas de rastro como experta vendedora. Señalaba la calidad del parqué y las ventanas, los tabiques que podían moverse, las reformas posibles.
Abrió la puerta del baño.
Había un hombre desnudo afeitándose. Gordito, peludo, con maquinilla, en pelotas salvo por la espuma.
La anfitriona presentó el baño centrando su exposición en la columna de hidromasaje y la calidad de los alicatados, luego nos dirigió a los dormitorios donde se esmeró valorando los empotrados y las tomas de antena.
El hombre entró, abrió un armario, sacó un escueto calzoncillo y se lo puso mientras se contemplaba ante el espejo. La anfitriona acabó mencionando las posibilidades para una pareja joven: los colegios cercanos, el centro de salud, las salidas a la autopista... Siguiendo la rutina, nos dijo lo que pedía, respondimos que era mucho y nos lo pensaríamos.
Estuvimos callados en el ascensor.
En la calle mi mujer empezó a hablar de los pisos mientras yo me preguntaba si aquel hombre era un desdichado espectro con barba o un desdichado hombre invisible, y por qué yo sí podía verle. Tuve que acabar preguntándole si también lo había visto.
Pues claro, la que no quería verlo era ella.

 Publicado en El Comercio

miércoles, 2 de febrero de 2011

RING


El cine negro es refrescante en verano. Esas películas que producía la industria hollywoodiense en los 30 y 40, con miles de profesionales trabajando a destajo para contar historias que llevaran entretenimiento barato pero elegido al americano medio, en glorioso blanco y negro, están repletas de magníficos detalles de artesanía y otros recuerdos posibles.
Es viendo una escena de Kid Galahad (1937), cuando entre tantos sombreros fedora típicos de gánster llegan los chicos de la prensa, con sus sombreros de paja planos (boater, para que vean que me documento), ese atuendo el que me recuerda a Ring Lardner.
Murió en 1933, Ring Lardner, muy famoso en su tiempo como cronista deportivo de la liga americana de béisbol, admirado por Hemingway o Virginia Woolf, influyente en autores como Saroyan, Salinger, etc. Sus dotes para el humor absurdo se pueden apreciar en esta acotación para una de sus obras de teatro: el telón desciende durante siete días para significar el paso de una semana.
Sus relatos están cargados de ironía, de una gran capacidad para apuntar hacia lo más mundano y distinguir particularidades universales, diálogos tan habituales que parece que todo puede llegar a estallar mientras siguen fumando en pipa, te ríes, planean la venganza y el cuento acaba sin saber cómo.
Uno de sus hijos, James, murió en España formando parte de las Brigadas Internacionales: otro, Ring Lardner Junior, guionista, fue uno de los Diez de Hollywood al que consiguió “cazar” el macarthismo (aún así, ganó dos óscars y escribió el guión de El más grande, una película documental basada lógicamente en Muhamad Ali).
Siendo amigo personal de Scott Fitzgerald, era también muy dado a los bares, como lo demuestra esta anécdota. Después de tres días tres sin apartarse de la barra del Friar’s Club en Nueva York porque decía que no podía volver a casa en traje de noche, bebiendo solo en patética actitud, alguien se acercó para contarle un chiste, momento que aprovechó para irse. Poco después entró un habitual y gritó: Dios mío, ¡la estatua se ha ido!


Publicado en El Comercio