miércoles, 29 de junio de 2011

UCRONÍA

El sol llevaba apretando desde el amanecer y no hay niño de vacaciones que aguante en casa con tanto calor, no hay forma de trabajar ni de dormir la siesta, qué mejor excusa. Aproveché para dejarlo todo y venir a la piscina.
La conciencia sigue remordiéndome por los trabajos a medio hacer mientras los pequeñajos meriendan, juegan, se pelean y chillan al mismo tiempo. Los adolescentes de hormona tensa y grano florido no paran de hacer la bomba y mirar quién les mira, no vaya a ser que haya otro más gallo.
Pero en medio de ese sentimiento de culpabilidad, como una nota a pie de página, aparece la idea que me permitirá evadirme un poco de esta realidad con olor a cloro, entre toallas y gorros de caucho: las ucronías.
La ucronía es una reconstrucción lógica, aplicada a la historia, dando por supuestos acontecimientos no sucedidos, pero que habrían podido suceder. Los rojos ganaron la guerra de Vizcaíno Casas, o En el día de hoy, de Jesús Torbado parten de la misma idea: la Guerra Civil española no la ganaron Franco, etc., ¿qué habría pasado?
Parece que también un Sherlock Holmes octogenario pero bien conservado estuvo en la Guerra Civil, al menos eso podemos leer en el pastiche holmesiano de Rodolfo Martínez Sherlock Holmes y las huellas del poeta, una novela que suele enmarcarse en el género de la ciencia ficción (mejor nombrada ficción científica). Y aunque esta ya no sería una ucronía, ¿qué importan los límites? ¿Por qué han de ser reales todos los personajes? ¿Es más real un Manuel Azaña vivo en 1943 que el doctor Watson? Sherlock Holmes recibe miles de cartas cada año, puede que incluso figure en los bancos de datos de las empresas de telefonía y reciba propaganda periódicamente, no se explican que nunca responda a sus maravillosas ofertas.
Otra obra, La conjura contra América de Philip Roth, plantea que Charles Lindbergh, el primer aviador que cruzó el Atlántico y se declaraba admirador de Hitler, resultaba elegido presidente de los USA. El régimen nazi o dictaduras de ideología semejante son tema habitual de este subgénero también presente en el cine (Fatherland) o el cómic (V de vendetta).
Ucronía: ¿Y si no hubiera venido a la piscina? En casa, intentando hacer mis tareas, pensando en la máquina del tiempo, a ver si puedo volver al verano del 85 o empieza a llover, y que se fastidien.

 Publicado en El Comercio

miércoles, 22 de junio de 2011

ASCENSOR


El ascensor es la cápsula de vacío. No importa si subimos un par de pisos o vivimos en un rascacielos neoyorquino para convertir esa caja con botones y espejo opcional en nuestra particular cámara de descompresión, donde dejaremos que el cuerpo libere los efluvios tóxicos del espacio laboral como buceadores exhaustos de tanto explorar el arrecife coralino o astronautas de voz metálica con los dedos agarrotados después de una ardua faena de precisión sin gravedad.
Nos quitaremos los guantes de neopreno para pulsar el botón y dejaremos que el cuerpo vaya adquiriendo el tono hogareño de descanso necesario.
Pero el ascensor se detiene antes de lo previsto para que un sonriente señor se cuele en nuestro habitáculo con su camiseta, bermudas y chanclas a juego. Y no viene solo, a modo de feroz compañera trae en sus manos una señora tortilla de patata como una rueda de carro cuyos aromas la preceden, me interceden y embuten el ascensor hasta tal punto que en apenas dos segundos se ha convertido en el camarote de los Marx. Y yo sin comer.
Siempre me pregunto de qué hablaría Groucho en los ascensores, qué frases ingeniosas reservaría para esa situación en que parece obligatorio hablar del tiempo (meteorológico). En este caso el exceso de salivación no me permite articular palabra, creo que mi cara es suficientemente expresiva sin abrir la boca, ya me responde el señor mientras pulsa un botón.
Tiene buena pinta, ¿eh? Todo de casa. No hay más que ver el color del huevo. Y las patatas, bueno, vamos, es que se deshace en la boca. Voy a casa de mi nieta, que me espera para comer.
Y el señor abre la puerta. Y se va. Sin final feliz. No hay pincho de tortilla de consolación. Quién fuera lobo en esta nueva versión de Caperucita. O cazador de patatas al menos. Me espera el forraje correspondiente, verde multicolor en plena operación bikini, o bañador, o lo que sea.
Sigo subiendo, abrumado por esa fragancia que se deshace en la boca y eso que cruje a mis pies. Los traidores Pulgarcitos de la playa lo llenan todo de granos, seguros de que al día siguiente sabrán volver a sus vacaciones.

Publicado en El Comercio

miércoles, 15 de junio de 2011

MOCOS


Me pica la nariz, me cuesta respirar, la cara embotada y un continuo escozor en los ojos sobre todo cuando miro a la luz, sea el sol o una bombilla, estornudo cada poco y tengo fiebre, no muy alta, pero estoy cansado... Vale, usted tiene catarro; es un virus así que sólo podemos esperar a que su cuerpo cree las defensas adecuadas, aumentaremos el volumen de sangre tomando mucho líquido y trataremos de evitar los síntomas con algo para quitar la fiebre y los mocos.
          Y qué pasa si yo soy como ese señor al que me dio por mirar cuando estaba parado en un semáforo. Estaba en su coche y se hurgaba la nariz con todo entusiasmo. No es que se sonara los mocos, no parecía acatarrado, más bien parecía buscar algún metal precioso al fondo de sus fosas nasales con aquel movimiento circular que profundizaba lo justo para extraer algo que contemplaba y parecía no satisfacerle. No, creo que más bien estaba pescando, después del segundo intento se le vio una mueca de satisfacción, parecía haber pescado algo en uno de sus pozos, y todavía le quedaba el otro. Lo estudiaba con mirada de científico consumado unos momentos antes de hacer catapulta con su pulgar y lanzarlo por la ventanilla. Ah, se olvidaba que no estaba bajada. Da igual, mejor mirar en el espejo esas ojeras, esas entradas. Es que el coche es una habitación más de la casa. Aún no entiendo cómo los ingenieros no han diseñado los compartimentos adecuados para la bata y las zapatillas.
           Bien pensado, tiene usted razón, doctora, mejor quitarse de tanto pañuelo, los mocos son una lata, y no me refiero a una conserva de alimentos aunque haya tantos con esa afición (hago gesto con las dos manos acercando el pulgar a los demás dedos juntos todos hacia arriba mientras pienso “muchos”, descubro restos de chocolate en una uña).
           Como aquel compañero de estudios que sacó su pañuelo del más tierno algodón y se sonó los mocos de tal manera que la trompeta de Louis Armstrong parecía el vuelo de una abeja y, cuando todos miramos con los ojos desorbitados ante el estruendo, mostró el contenido de su pañuelo sonriente mientras invitaba: ¿un pinchín?

Publicado en El Comercio

miércoles, 8 de junio de 2011

YO MÁS


Cuando me ingresaron en el hospital para una intervención quirúrgica programada creía que mis propios miedos a la anestesia general ya serían suficiente tortura, no sabía que el azar también juega sus cartas a la hora de repartir compañeros de habitación.
Acabados los desayunos —nada para mí porque en unas horas me llevarían al quirófano—, allí estaba yo rumiando la posibilidad de quedarme dormido para siempre mientras los otros dos se acercaban a la ventana y empezaban a hablar del tiempo. Pronto se aburrieron del tema meteorológico y la conversación fue derivando hacia temas más personales.
Al final, dice uno, tuve que ir a un componedor de huesos para que me colocara la rodilla en su sitio, eso sí que es dolor; pero ahora mira, mira cómo doblo.
Eso no es nada, yo caí encima de unos hierros y uno me desgarró el muslo, tuvieron que ponerme catorce puntos, mira, dice bajándose el pijama y mostrando una cicatriz en la parte posterior del muslo.
Y a mí diecisiete en este brazo después de un accidente, responde el otro soltando la bata y levantando la manga.
Pero es que por delante me pusieron otros doce, le responde bajándose el pantalón y enseñando triunfador la cicatriz delantera del muslamen.
Era una de esas diatribas verbales que forman parte del interminable apartado: Pues yo más; en la jugosa sección: ¿Qué me vas a contar que yo no sepa?
Pues a mí, de aquella, ya me operaron de anginas, sin anestesia ni nada, entonces era todo a lo bestia. Te amarraban a una silla y te ponían unos hierros para sujetar la boca abierta mientras cortaban. Luego no hacía más que escupir sangre.
¿Ves este ojo?, pues mira. Y al momento lo mostraba orgulloso en su mano. Espero que fuera de cristal.
Pues yo tuve que apartarme de la luz blanca, ¿sabes lo que te digo?
Qué me vas a contar si estuve muerto durante más de cuatro minutos...
Cuando llegó mi momento para pasar al quirófano, los enfermeros encontraron la camilla vacía y distinguieron a un hombre que se alejaba corriendo por el pasillo mostrando las posaderas por la humillante abertura de una de esas batas delantal.

Publicado en El Comercio

miércoles, 1 de junio de 2011

MARX


En una entrevista televisiva de 1969, el presentador Dick Cavett le preguntó a Groucho Marx por su habitual pareja en las películas que le habían hecho famoso, aquella mujer de gran talla que solía hacer el papel de ricachona indiferente a merced de las triquiñuelas del inquieto fumador de puros con la ceja inquieta: Margaret Dumont.
Mordaz hasta la sepultura (Perdone que no me levante, dice su epitafio), Groucho menciona la escena de Una noche en la ópera que fue censurada en muchos estados de la unión en 1935.
Groucho llega cargado de maletas y ella le pregunta:
¿Tiene usted todo?
¡Nunca he tenido ninguna queja todavía!
Es de suponer que el contoneo de cejas de Groucho culminaría la referencia sexual para los censores. Pero no es así para nuestra cándida Marguerite, que en este y otros números ingeniados por los Marx acababa preguntando qué tenía de divertido lo que estaban haciendo. ¿Y esto se supone que es gracioso?, preguntaba. 
Un encantador de serpientes como Groucho Marx, que podría hacernos un informe meteorológico o un parte médico de cáncer de colon para partirnos de risa con esa labia, puede remontarse a su época dorada 30 años atrás y hacer bromas sobre la indolencia de una compañera de profesión, ella nos parecerá tonta y él ingenioso, nos reiremos un rato con esta maravilla.
Es lo bueno de la televisión, que de vez en cuando encuentras algo divertido y cuestionable.
Y como en los telediarios sólo dedican un par de minutos a noticias culturales, como la pasarela Cibeles, ese imprescindible evento que a todos nos cambia la vida y nos hace mejores personas —fíjense ustedes cómo levanto las cejas y fumo el puro—, tendré que hacer la comparación con el mundo de la política y preguntarme por cada Groucho Marx (ególatra, brillante y despiadado) cuántas docenas tenemos de Marguerites/os Dumont dispuestos a dar la réplica, a seguir el juego para que el número continúe, sin enterarse de nada de lo que está en juego ni ganas de preguntar qué gracia tiene lo propuesto mientras dure la comedia. Porque además sus números no dan ninguna risa.

Publicado en El Comercio