miércoles, 30 de noviembre de 2011

LOBOS


Una de estas mañanas de primavera acompañé a mi viejo amigo Raimundo Caracol para echar una ojeada al trabajo que estaban haciendo los mejores artesanos de la madera con el arcón de castaño que había encargado para su residencia de otoño. Sorpresa, nos dijeron que ya estaba. Lo trajeron, lo miramos, le dimos el visto bueno y preguntó Raimundo los dineros que se debían por la magnífica pieza.
¿Tienes el coche cerca? Pues, nada. Llévatelo ahora y ya vendrás a pagar otro día.
Así lo hicimos, en unos minutos ya estábamos en ruta por la A-66 como unos renovados Rolling Stones con la sangre recién cambiada en una secreta clínica suiza y el Arca de la Alianza en el maletero. Pero, a pesar de la música sesentera que sonaba tan gloriosa en el monovolumen de moda, no pude dejar de fijarme en el gesto de disgusto que tenía Raimundo al fumar su habano mientras conducía. Como no soy de los que hacen cháchara para rellenar vacíos finalmente confesó su malestar:
No hay nada que más me fastidie que me tomen por bueno.
Y uno no puede hacer más que quitarse el sombrero ante esta impúdica exhibición de las capacidades humanas, sean muestras de debilidad, poder, maldad, bondad, confianza o picardía. No hay que hacer nada más que estar cerca de un sabio renacentista para recibir lecciones de cosas con cualquier simple frase.
Thomas Hobbes, el filósofo inglés que afirmaba que el hombre es un lobo para el hombre, no podría tener una estampa más viva de su famoso enunciado que este nuestro Raimundo Caracol cuando se siente despechado porque no se tiene en cuenta su capacidad para ser malo, como todo ser humano, mientras maneja con desgana el volante de su coche.
¿Es que tiene cara de bueno? ¿Es que ha encargado algo tan maravilloso que sólo el hecho de hacerlo es suficiente pago? ¿Es que nadie que no tenga suficiente dinero encarga un trabajo tan caro?
¿Qué puede hacer creer a una persona que ha dedicado horas de su vida a este trabajo especializado que un desconocido va a compensar económicamente sus esfuerzos?
Será que no todos somos lobos, digo mientras fumo mi habano de contrabando.

Publicado en El Comercio

miércoles, 23 de noviembre de 2011

PALABROTAS


Sin entrar en detalles, digamos que estaba en manos de un médico que debía hacer su labor y no disponía de anestesia, me dijo con claridad que habitualmente era necesaria y me preguntó si aún así quería que interviniese. Dije que sí. Mientras acercaba el bisturí yo no podía dejar de pensar en el minúsculo acero afilado que tiene esa herramienta, pero también me preguntaba cómo iba a reaccionar ante el dolor. ¿Me mordería la lengua, gritaría como un cerdo en San Martín? Pronto lo sabría.
       Lancé una sarta de blasfemias que no creía posibles en mi boca. Aquella conversación entre un par de mineros que contemplé en el tren de regreso de la Pola, adornada con tres tacos en cada oración, eran frases elegantes y elaboradas ante mis gritos de dolor, que se centraban en Dios, su madre y todos los santos. No soy muy dado a los tacos, pero cuando las cosas se tuercen todos soltamos por la boca los sapos y culebras que nos quiebran por dentro.
        También está ese profesor de filología que en medio de la refriega más aberrante grita fuera de sí: ¡árbitro, demagogo! Tal vez algunos esperan que, ante el error evidente del árbitro que perjudica a nuestro equipo, ese señor grite: voy a excretar sobre tu prostituta progenitora. Pero no es lo mismo la exclamación que el insulto.
        Inmoral o incompetente son auténticos insultos, como demagogo: mencionan con claridad un defecto propio del atañido. La profesión o aficiones sexuales de la madre (hijo puta), o las del propio insultado (maricón, tortillera, lameculos), sus condiciones físicas (gorda, calvorota) o familiares (cabrón), considerados como insulto, no son más que una cuestión cultural de la que pueden participar los dos interfectos o no. Si decidiéramos que ser político es lo más bajo que se puede caer en nuestra sociedad, podría formar parte de nuestra cultura el insulto hijo de político. Pero la cultura es tan nuestra como el ombligo. Nos sentimos más violentos con estos absurdos del lenguaje, y ese tipo capaz de ejercer toda su violencia verbal de manera tan medida nos parece un bicho raro. Perdonen los bichos.

Publicado en El Comercio

miércoles, 16 de noviembre de 2011

TRES PUNTOS

Cervezas, patatas, encurtidos de colores y una pantalla donde predomina el verde: el entorno de la reunión de amigos para un partido de fútbol no podía ser mejor, habiendo sofá para todos, hasta que llegó el primer gol y empezamos a gritar. Una vez más fue nuestro Raimundo Caracol el que llevaría la situación al extremo para convertir el piscolabis futbolero en un baño de sangre. Se levantó del sofá, saltó por encima de la mesa con un gesto que resultaba espeluznante, sobre todo para el anfitrión que vio su mesa partida en dos, y corrió por el pasillo (potopón, potopón, 134 kilos gritando GOOOOO...) para lanzarse al final de su galopada a una caída de rodillas, con la intención de deslizarse hasta un imaginario banderín de corner y brindar a la grada su extraordinario lance. Por desgracia, sus rodillas no resbalaron sobre el parqué, hicieron de freno y cuña para proyectar su cráneo privilegiado —como decía Antonio Orejudo de Ortega y Gasset, en su fabulosa novela— y la cabeza de nuestro Raimundo se incrustó en el radiador. !Gooo...!, todavía gritaba cuando hizo !clonc! para apagar nuestros gritos con un silencio temeroso. Regresó al sofá sangrando profusamente por el cuero cabelludo.
         Insistíamos en ir a Urgencias, pero el humanista Caracol dijo que no era nada, ofreció agresiones físicas a quien volviera a mencionar el tema y pidió una toalla para presenciar con un solemne turbante de rizo americano el resto del partido. Civilizadamente, hecha la faena por nuestro equipo, nos fuimos a Urgencias, donde la herida de Raimundo era una nota de distinción entre tanto coma etílico de adolescente incontrolado.
          Recordándole allí, sereno como un juez con su turbante casi rosa, es imposible no admirar de alguna manera esa entrega, esa pasión por lo que sientes propio hasta la enajenación, y hasta dónde te puede llevar.
          Cuando al fin le atendieron salió sonriente con un aparatoso vendaje a modo de casco. Preguntamos las complicaciones, ¿habrá que amputar?, ¿ya está redactado el testamento?
          Nada, tres puntos... Lo que necesitábamos. Hala vamos tomar una cerveza.


Publicado en El Comercio

miércoles, 9 de noviembre de 2011

TRANSPORTES


¡A tres euros de aquí, en dirección a los Campos Elíseos!, le grité al taxista. El hombre se rió un rato de mi chorrada y a pesar de los números del taxímetro que excedían en mucho mi escaso dinero me dejó al lado de esa cafetería que daba pinchos a troche y moche a todo trasnochador ovetense con hambre. Allí estarían los amigos perdidos por un momento de pasión.
          Los taxis forman parte de cualquier aventura ciudadana que se precie, dijo aquel productor de películas. Cuántas escenas de cine se han rodado en supuestos taxis: los protagonistas en ciernes de ser amantes o dejar su relación, los hombres de negocios a punto de resolver su discrepancia de malvadas maneras, ese recién llegado a la ciudad que se queda tonto con todo el paseo que le dan para llegar al hotel.
           Es fácil pensar que la realidad y la ficción son cercanas cuando te sientas en un taxi. Es inevitable pensar cuando viajas en un transporte público en las vidas ajenas, los que te rodean, los que han ocupado tu asiento. Pero un taxi es algo más personal.
           Cuando Paul Schrader, el guionista de Taxi driver, concibió a un personaje que perdía por completo los papeles de la rifa de los hombres equilibrados no podía pensar en un conductor de autobús, de tren o de avión. El contacto directo inevitablemente variopinto de un conductor de taxi nocturno en Nueva York era la madeja de su historia.
           No somos más que personajes en movimiento cuando cogemos un taxi, un tren o un avión, como aquel pensador maldito que rompió su vaso contra el asfalto y exigía del conductor una complicidad televisiva, o la señora del más alto cargo del comité olímpico internacional que dejaba caer sobre la moqueta su abrigo de visón y permitía que su criada se dirigiera a las azafatas para decirles que la señora de … no hablaba con el servicio.
           El tren es sin duda el mejor de los transportes públicos para la literatura. 

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miércoles, 2 de noviembre de 2011

CONSTANTE CONDÓN


No sé si era para una final de fútbol, carrera de coches o de motos, el caso es que nos juntamos media docena de recientes cuarentañeros de sexo masculino para desplazarnos al evento y disfrutar un par de días lejos de casa ajenos a las responsabilidades de esta segunda juventud.
Estábamos a punto de presenciar el evento cuando Lucio descubrió que su mujer le había puesto un preservativo en un bolsillo del pantalón. Lo descubrió al sentarse. Al menos eso dijo, aunque yo creo que ya lo sabía y quería compartirlo, a ver qué le decíamos. Eligió mal momento, porque con tanto ruido era imposible.
Lo primero que puedes pensar es qué mujer tan liberal, esto es una clara invitación al adulterio, a echar una cana al aire ya que te vas de viaje con los amigos a disfrutar del deporte en directo. Y si hay ganas las oportunidades aparecen de cualquier manera, se encuentran o se buscan, no hay problema.
Una idea más conservadora es el preservativo como protección por lo que pueda acontecer. Enfermedades de transmisión sexual o hijos no deseados son un riesgo a evitar. No se pone en tela de juicio la fidelidad, eso no preocupa tanto como las posibilidades de algo que de alguna manera se puede controlar.
Otra opción —que de alguna torcida manera me recuerda la lectura de La infancia de un jefe, de Sartre— es más enrevesada y podríamos titularla: Condón llamado Pepito el Grillo, con el subtítulo: la voz de la conciencia marital ante la oportunidad sexual. La estrategia no es tan complicada en principio: te pongo el preservativo en el bolsillo y si no vuelves con él es que algo pasó. Pero vamos a la parte compleja: tal vez se dé la circunstancia en que venga al caso utilizar el preservativo (ese arma latente en tu bolsillo). ¿Si eso ocurre no vas a recordar de dónde viene? ¿quién te lo ha puesto ahí? ¿qué responsabilidad se te supone?
Lo indudable es la madurez de ese acto. Sea por consciencia de las debilidades humanas, precaución ante lo que pueda ocurrir o maquiavélica presencia, me quito el sombrero ante esta mujer.
Pero calla, que empieza el ruido...

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