miércoles, 25 de enero de 2012

ETERNOS VAMPIROS


Tomamos el vermú dispuestos a conversaciones banales en torno a las aceitunas o los pinchos sorprendentes, pero alguien insiste en plantear el serio tema de las influencias literarias: cuántos son deudores de Faulkner o de Carver-Lish, cuántos pretenden emular a Proust o plagian descaradamente a Pessoa, etc. Es justo y necesario pedir una segunda ronda, se está bien en la terraza, bajo la sombrilla, lo único que importuna este dulce mediodía es el tema de conversación, tan imposible de finalizar como alcanzar la escurridiza aceituna que se oculta al fondo de la copa.
     Lo que hace el escritor es absorberlo todo, dice alguien. Un verdadero vampiro. Eso que decía Vila-Matas: durante años actué en literatura como un auténtico parásito...
      No sé por qué me vienen a la cabeza unos versos de la Oración de Caín de Jose Luis Piquero: Gracias, odio; gracias, resentimiento; / gracias, envidia: / os debo cuanto soy. La envidia es un motor poderoso. La admiración es un sentimiento agradable, incluso reconfortante, pero es pasiva: la envidia supone un paso más, una predisposición a actuar para compensar el malestar... Mientras le doy vueltas a todo esto lo único que hago para mantenerme en la conversación es asentir aceituna en boca, el otro sigue citando a Vila-Matas.
      Posteriormente me fui liberando de mi atracción por la sangre de las obras ajenas y hasta, con la colaboración de éstas, me fui haciendo con una obra inconfundiblemente mía, decía después. Sí, ya, pero antes estuvo el vampiro...
      Asiento, cómo no, mientras le doy vueltas al hueso de oliva y pienso que el escritor es más bien como la criatura de Frankenstein, formándose a partir de los órganos y las extremidades de escogidos cadáveres predecesores –esos libros que parecen seres inertes mientras reposan en los estantes– a los que devolverá la vida cuando una espeluznante descarga eléctrica atraviese cada fibra, cada línea leída o escrita. Y, al igual que el monstruo, el escritor deambula durante un tiempo, inconsciente de sus capacidades, en busca de...
      ¿Otra ronda?
      Por qué no.

Publicado en El Comercio

miércoles, 18 de enero de 2012

MENTE SANA


Con lo que cuesta poner un pie delante de otro acabé sentándome en un banco de madera, a la sombra de uno de esos castaños de Indias apabullante de tanta hoja dispuesta a esconderme del sol. Olvidé que en cuanto uno se detiene está expuesto al peligro.
            Era un señor mayor que se sentó a mi lado y empezó mencionando la canícula. Pensé que no pasaría de ahí, un par de frases convenientes sobre el tiempo y cada uno por su lado. Pero se ve que el hombre necesitaba comunicarse a toda costa porque sus habituales compañeros de tertulia estaban ya por las de Benidorm o el Caribe bailando las piezas correspondientes.
            Acabó contándome aquella vez que había bebido demasiado aguardiente, la única vez en su vida, afirmaba para mi asombro, y cuando se levantó del banco las piernas no le respondían. La cabeza la tenía perfectamente, pero el cuerpo no obedecía, los miembros iban por su lado completamente ajenos a cualquier coordinación.
            Ingenuo de mí, pensé que si le soltaba yo también una buena perorata acabaría por dejarme coger aliento en aquel puñetero banco de madera a falta de un buen sofá azul donde dormitar panza arriba.
            Eso también les ocurre a los deportistas de élite, empecé. El otro día comentaba un ciclista, o corredor de fondo, no recuerdo bien, que no había podido ser, que el cuerpo no le había respondido, ya desde el principio había notado que tenía las pulsaciones demasiado altas para el ritmo de carrera que llevaba y al final tuvo que conformarse sin medalla. Ya ve usted, también los cerebros sostenidos en los cuerpos más ejercitados sufren respuestas decepcionantes...
            Eso me recuerda, interrumpió el anciano mi perorata, La soledad del corredor de fondo, ese libro de Alan Sillitoe...
            Mil millones de demonios, ahora quería hablar de lecturas. Pasemos a Opción B: cerrar orejas, dejar cuerpo en banco y mandar mente a la inopia.
            Fantaseé con mi llegada a casa, tirándome en el sofá azul y pidiendo con voz triste, solitaria y final una cerveza por favor, que la mente me la pide pero mi cuerpo no es capaz de llevarme hasta la nevera. Haga usted el favor.

Publicado en El Comercio

miércoles, 11 de enero de 2012

NAUFRAGANDO


Se conserva el diario que Orson B. Cuores escribió durante los días que siguieron a su naufragio. No hay duda de que la elaboración de los propios textos en toda su extensión -esa forma pormenorizada en que nos describe sus jornadas en  busca de alimentos- requirió un tiempo real que se nos antoja precioso para un hombre al borde de la muerte por inanición. Por eso contemplamos con una mezcla de pavor y admiración textos como el que sigue, perteneciente al cuarto día tras el naufragio:
     Cuando alguien se pasa mucho tiempo mirando al vacío acaba por ir rellenándolo, poblando esa nada desasosegante con todo tipo de engendros originados en la esencia propia. El objetivo final, naturalmente, es llenarlo todo y quedarse hueco, libre al fin, sujeto por un mundo elegido y creado a conciencia. El problema es la imposibilidad del absoluto desprendimiento, los lastres, las inercias, los fantasmas, los bellos recuerdos o amigas pesadillas que se agarran al lodo primigenio y nunca se van del todo, pelusas que flotan imposibles de atrapar, sea con un súbito manotazo al aire o mostrando la palma pedigüeña para la más delicada recepción: ese corpúsculo de filamentos casi transparentes que apenas se mecen en un ente esférico escapa y flota. La cuestión en esa búsqueda del deshabitar es el hallazgo de motivos de alegría, esperanza o simple superación de la angustia tramo a tramo. Por eso es cómodo recurrir a la ficción, aceptar la imposibilidad del vaciado, convivir con engendros inamovibles y dar formas diversas al lodazal; al fin y al cabo los baños de barro son magníficos para renovar las células muertas y así atravesar los años en perfecta lozanía...
     Sólo tres días más tarde moría de hambre y sed el bueno de Orson B. Cuores, tan comprometido con la redacción de su diario que no descubrió que no estaba en una isla desierta, sino en la costa gaditana. Con sólo subir a la colina más cercana habría olido el pescaíto que freían en el chiringo playero no tan lejos del rincón que eligió para ponerse a escribir su diario de náufrago desolado.


Publicado en El Comercio

miércoles, 4 de enero de 2012

BLANDENGUE ALIMAÑA

Ahora que vuelvo a dormir en mi tonta cama de siempre puedo recordar la noche de la almohada inteligente. Ustedes pueden pensar que los muebles son seres inertes salvo para Alicia en el País de las Maravillas, pero los rasgos humanos también salpican a esos objetos de uso cotidiano, como el taimado sofá o los cajones acatarrados. Al menos eso pensé cuando los anfitriones me llevaron al dormitorio que ocuparía esa noche. Ya les había dicho que no se molestaran mucho, podía echarme en cualquier parte porque seguro que no pegaba ojo; soy uno de esos malos durmientes de sueño ligero que rinden culto a una determinada cama sin poder pegar ojo en cualquier lecho extraño, sea de muelles, lana, plumas, viscoelástico o marino.
     No te preocupes, me dijeron partidos de risa, lo cual ya me pareció sospechoso, ya verás qué bien duermes con la almohada inteligente. Y salieron todavía carcajeándose.


     Cuando llegó la hora de dormir dejé el libro en la mesita y apagué la lámpara, en la oscuridad empezó la verdadera lucha. ¿Qué querían decir con eso de la almohada inteligente? ¿Es que iba a proponerme una partida de ajedrez? Juegan las blancas y dan mate en dos. ¿Me iba a ofrecer una infusión argentina y una conversación renacentista? ¿En qué consistía la inteligencia de la almohada? Tal vez se referían simplemente a su discreción, un silencio que ellos interpretaban como una sabiduría agazapada, cuando en realidad no era otra cosa que la incapacidad para comunicarse; aunque eso tampoco quería decir que no pudiese almacenar información... ¿Qué oscuros secretos albergaba aquella blanda amenaza? Sin duda esa era su capacidad, extraer información bajo la tortura del insomnio: en el momento que llegaba el sueño la almohada vaciaba tu cerebro hasta dejarlo como una uva pasa. Pero eso no me ocurriría a mí: lancé aquel esponjoso monstruo por la ventana y volví a la cama, dispuesto a dormir.

     Imposible.
     ¿Es que echaba de menos los rojos dígitos de mi despertador?
     No, la respuesta me la dieron con el desayuno, riéndose de mis ufanas ojeras: también el colchón era inteligente.

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