miércoles, 26 de diciembre de 2012

ORIGEN DE LA FICCIÓN


En algún momento de adolescencia el tío Félix me vio inapetente y triste. Lo que quieren es que les cuentes mentiras, fascinantes y fabulosas, pero que parezcan verdad, dijo mientras removía los pimientos. Con valor, con ganas, como si te fuera la vida en ello, el saber contar. Y seguía removiendo la cazuela.
      Ese podría ser uno de los principios para admirar la ficción como género necesario en la vida humana, no solamente para investigar las variaciones de los fenómenos sentimentales -ese renovado aparato locomotor del quinceañero-, sino como vertiente alternativa ante cualquier situación. Aunque ya saben que todo exceso acaba por convertirse en un defecto: el que ha desarrollado de forma incontrolable la recreación de la verdad tal vez acabe habitando un mundo enajenado (sí, claro, o desempeñando un cargo público, me pueden decir).
      Los arqueólogos lectores pueden haber desarrollado sus propias hipótesis o estar en desacuerdo con esta: la ficción, esa mentira con apariencia de realidad, nació en las cuevas prehistóricas como un engaño absoluto. Los hombres primitivos pintaban en las paredes de las cuevas animales fabulosos o simplificados, formas genitales, símbolos primordiales de aquello que les proporcionaba el sustento: no sólo alimento, grasa, piel... El motivo representado era una muestra de la materia original necesaria para la supervivencia. Cómo no pensar que eso era un dios. Una deidad devorable y aprovechable hasta los tuétanos, un dios esencialmente útil.
      Seguro que llegó el alternativo comedor de hongos (un iluminado), o el alternativo poseedor de la verdad que quería mostrar la única luz a los demás, o simplemente el primero de los quiero-y-no-puedo, para utilizar aquellas imágenes a su interesada manera, contar una mentira con apariencia de hecho histórico y, de paso, inventar la ficción. Y, si los grandes motores de la Humanidad han sido el sexo y el poder, pueden imaginar sus razones.
      La literatura es un lujo, la ficción una necesidad, hagamos nuestras necesidades, dijo Chesterton. ¿Sería antes la ficción o la rueda?

Publicado en El Comercio

miércoles, 19 de diciembre de 2012

CUARENTONES COLATERALES


Según parece, la normativa de la RAE no es suficientemente adecuada para el uso del español, la economía lingüística que exige la Academia reprime al sexo femenino porque no existe un género neutro en castellano, equilibrado y válido para todos y todas. Así que, si quiero seguir las directrices administrativas como cualquier funcionario o funcionaria debo referirme a la reunión de amigos y amigas como un grupo de cuarentones y cuarentonas. Luego no se me quejen.
Ahí estábamos un grupo de cuarentones y cuarentonas haciendo recuento de nuestras vidas, porque era lo que nos pedía el cuerpo en ese momento de madurez asumida a regañadientes, y se iban revelando poco a poco los fraudes que sentíamos más propios.
Tuvimos la suerte de disfrutar de los mejores momentos de la televisión, dice una cuarentona. Un punto de partida emocional fue aquel programa de referencia que se titulaba La bola de cristal. ¿Recordáis cuando ponían un montón de imágenes a toda pastilla y al final decía una voz infantil: si no se te ha ocurrido nada, a lo mejor deberías ver menos la tele?
¿A toda pastilla, dices? ¿Qué tal como una mecha? ¿Qué tal haciendo el fitipaldi? Actualízate, pava, que ya no se dice así, puntualiza un cuarentón que va mucho al gimnasio (ese lugar tétrico donde se juntan para luchar contra lo inevitable: el tiempo y la gravedad).
Muy bien, chaval, hala vete a tunear el coche y te tomas la pastilla, responde la cuarentona un poco mosca, y a ver si vas asimilando.
Insiste otro cuarentón en que ese mensaje hoy en día sería inconcebible. ¿Cómo podrían invitar desde una televisión pública a no verla? Es como si la primera frase de un libro pusiera “no me leas”.
Eso al final puede tener el efecto opuesto. Los libros que en los manuales de censura eran tachados de peligrosos o prohibidos eran los primeros que querías leer. Somos la generación que más tele ha visto en este país, hasta ahora. No creo que esa fuera su pretensión, pero así ha sido.
¿Así que esta sensación de fraude colectivo es un daño colateral de La bola de cristal?
Hombre, mujer, yo qué sé.

Publicado en El Comercio

miércoles, 12 de diciembre de 2012

AL OTRO LADO



Como en el plano-secuencia de la película Reservoir dogs en el que la cámara sigue al Señor Rubio mientras sale por la puerta y se dirige a su coche, abre el maletero, coge una lata de carburante y, mientras se dirige de regreso al almacén, echa una ojeada a la calle en calma, abre la puerta y camina bailoteando para seguir con sus tareas: está torturando a un policía para intentar sonsacarle información, la gasolina es un instrumento más dentro de su sádico plan de preguntas y dolor. Ese es el tipo de escenas que realmente da miedo, pavor para quitar el sueño.
            Los buenos directores de cine no desperdician un sólo plano. No hay duda del mensaje lanzado por Tarantino, lo ha hecho en otras películas: tan sólo una hoja de madera o un tabique de ladrillo (una fina pantalla) separa lo cotidiano del horror. ¿Por qué tendríamos que sospechar de ese señor que va a su coche para coger algo? No hay nada raro en su conducta a primera vista. No podemos imaginar lo que esconde al otro lado de la puerta. Bueno, sí podemos imaginarlo, pero no tendríamos por qué tener fundamentos de sospecha.
            En la película Fargo, una mujer está viendo la tele en el sofá de su casa y de pronto observa con sorpresa, a través de la cristalera, a unos encapuchados entre la nieve que se acercan a la casa, parecen un poco desorientados, uno de ellos (interpretado por Steve Buscemi) se acerca al cristal y apoya las manos haciendo túnel para poder ver dentro sin reflejarse, de pronto saca una palanqueta de su bolsillo y golpea el cristal para romperlo, momento en que ella empieza a gritar consciente al fin del peligro que se avecina. Esta vez es tan sólo una hoja de vidrio la que separa un mundo propio bien conocido (un hogar) de un paraje humano mucho más amenazador que el frío y la nieve.
            Esas líneas divisorias son un tema habitual en el género negro, y el cine parece tener más facilidad para reflejar esa frontera imprecisa. Aunque a veces ni tan siquiera es madera, vidrio o metal lo que nos impide ver, son los propios párpados o la mirada hacia otro lado lo que nos hace cómplices.

Publilcado en El Comercio


miércoles, 5 de diciembre de 2012

ERNESTO HEMINGWAY


Tuve que beber varios mojitos en la Bodeguita del Medio de La Habana. El primero, con aquel calor insoportable, cayó en dos tragos. El segundo fue un poco más lento, lo que pasa es que seguía haciendo calor y había empezado a conversar con el barman y los lugareños: el tercero llegó formando parte de la conversación. De los demás no puedo hacer recuento, vagos recuerdos con olor a hierbabuena y la risa de un tipo que parecía Hemingway.
    El 2 de julio se cumplen 50 años desde que el autor de El viejo y el mar usara una escopeta para acabar con su vida. Ernest Hemingway (Premio Nobel 1954) vivió casi veinte años en Cuba y era cliente habitual de la Bodeguita o del Floridita. Como es bien sabido, también vivió en España, dejando un testimonio escrito (Fiesta, Muerte en la tarde) que hoy en día sigue atrayendo a miles de turistas a los sanfermines de Pamplona.
     Orson Welles, otro americano enamorado de España, coincidió con Ernesto cuando este trabajaba en la elaboración de un documental sobre la guerra civil española. Orson, cineasta, dijo que eran prescindibles ciertas palabras para ilustrar unas imágenes que hablaban por sí solas. Esto provocó a Hemingway que dijo algo así como “ustedes, los afeminados chicos del teatro, qué saben de la guerra de verdad”. Orson hizo unos ademanes femeninos (eso debió de ser digno de ver) para responder a la provocación mientras afirmaba “señor Hemingway, qué grande y qué fuerte debe de ser usted.” Luego hubo un enfrentamiento físico y cierto destrozo de mobiliario.
     Al igual que William Faulkner, fue un escritor muy famoso en vida, con los beneficios y los vicios que esto pudiera conllevar. Decía Faulkner de Hemingway que nunca había escrito una palabra que pudiera enviar al lector a un diccionario (juzguen ustedes).
     En tareas periodísticas trabajó también como corresponsal de guerra. Un mal reportero, decían de él sus compañeros, corregía demasiado. Tal vez por eso es uno de los maestros imprescindibles del relato breve. De lectura obligada: El gato bajo la lluvia, Un lugar limpio y bien iluminado, Los asesinos.

Publicado en El Comercio