miércoles, 28 de marzo de 2012

DETONANTES


Ocurre algo de pronto que pone en marcha el proceso. Puede ser imprevisto o formar parte de las rutinas, llovido del cielo o en el torbellino del café. El motivo externo puede ser algo visto por el rabillo del ojo, como decía Carver, o una anécdota vivida en persona, o contada por alguien que puede haber valorado o no sus posibilidades, que se esmera en contar lo acaecido con todo detalle o sin darle ninguna importancia. Puede ser una imagen, un cuadro de Lichtenstein, una fotografía, una película, la silueta doble de un viandante y su sombra o la estela de agua del niño que corre para entrar al mar antes de llegar a sentir frío. Los sonidos que llegan por la ventana, como los perros que ladraban en los cuentos de Rulfo. Una palabra escrita, remoloneando por ejemplo, o algún párrafo escondido en cualquier libro que evoca una idea completamente ajena a la trama que se plantea en la obra leída: algo personal se dispara y empieza a funcionar en la cabeza mientras las líneas de letras pasan ante nuestros ojos, sensores incapaces de informar al cerebro, esa hercúlea materia gris que está demasiado ocupada en otra cosa. Porque en el momento que esa determinación está tomada, cuando el detonante ha funcionado y está claro que en algún momento (“tal vez no hoy ni mañana, pero pronto y por el resto de tu vida”) habrá que escribir un relato a partir de ese motivo, la maquinaria empieza a funcionar ajena a todo. Se plantea cómo empezar, cómo terminar, cómo será el narrador, qué persona y cuánto sabrá, el tono, la cantidad de ironía o drama, la necesidad de personajes y cómo plasmarlos, los puntos de inflexión, el título... Y, como el proceso creativo ha explotado, el cuerpo -un bulto innecesario- apenas mantiene las mínimas funciones vitales que, cuando requieren labores sociales para mantener las formas, recurren a mínimas normas de cortesía, chanzas aprendidas, monosílabos de continuación, la retahíla que permite al habitante de un universo creador muy lejano mantener en pie a ese pelele abstraído en un mundo real.
Claro que otras veces no ocurre nada, como en una tentadora hoja en blanco.

Publicado en El Comercio

jueves, 22 de marzo de 2012

YOGUI ALLEN


Es curioso que se elija al estadounidense oso Yogui como imagen principal de la campaña publicitaria para uno de los pocos lugares de la Europa Occidental donde aún hay osos. No sé si los niños de ahora conocen las andaduras de este plantígrado dibujo animado de la factoría Hanna-Barbera que a mí siempre me pareció un poco soso. Era habitante del Parque Nacional de Yellowstone, la primera reserva natural del mundo, una idea (la de mantener una porción de terreno a salvo del gran predador humano) que sin duda era poco agradable para cazadores como Hemingway o John Huston -aunque siempre estaba disponible África para pegarle unos tiros al elefante de turno-. No se imaginan lo bien que queda y el gustazo que da posar los pies en una piel de oso al levantarse de la cama, supongo; que se lo diga uno de esos altos cargos gubernamentales o estatales que gustan de la montería.
        Pero volvamos a la idea primordial: qué símbolos queremos que representen a Asturias ante el mundo. Yo soy devoto de Woody Allen, por eso disfruto de sus películas siempre, sean mejores o peores que las anteriores; conozco su sentido del humor, su capacidad para reflejar lo más íntimo y personal o escrutar en la sociedad variopinta que rodea a la clase media, plantear cinematográficamente dilemas filosóficos o referencias a los clásicos grecolatinos de eterna validez, buscavidas entre nuevos ricos y todo lo demás. Pero para un gran público Woody Allen no es ese director genial sino el actor que aparece en las películas: un tipo que casi siempre está dudando de todo, empezando por sí mismo, y desde luego no tiene claro lo que le conviene. ¿Ustedes creen que las preferencias vitales de ese personaje serían dignas de confianza? Afortunadamente eso no es relevante, porque no se trata de convertirnos en otra Pamplona llena de guiris borrachos o un Benidorm más de lo mismo, lo que importa es el público culto, ese que naturalmente conoce la grandeza de Woody, lee a Kierkegaard cada noche y está dispuesto a venir aquí con perres abondo, siguiendo los pasos de Yogui y el inquietante Bubu.

Publicado en El Comercio

miércoles, 14 de marzo de 2012

CADAVÉRICOS


Todos tenemos cadáveres en el maletero, elementos que debíamos eliminar de alguna manera porque se habían convertido en un lastre insoportable y ocupaban demasiado espacio material —el sentimental ya para siempre será suyo—, unos centímetros cúbicos preciosos para estar en manos de algo (ese cadáver, digo) que sólo tendremos en cuenta un día caprichoso, tal vez nunca, cuando nos diese por acudir a ese recuerdo.
            De esta manera tan rebuscada intentaba darme razones válidas (infundirme valor) el día que decidí hacer una pira funeraria con todas mis viejas cintas de audio, banda sonora de mi adolescencia.
            Pero, tío —dice un personajillo vestido de cuero que se cuelga de mi hombro— cómo vas a tirar todo eso si son los sonidos de fondo de tus tiempos castigadores, cuando eras el puto amo, cuando te lo comías todo, tío.
            Hay que ver la de mamarrachos que alberga uno en la propia conciencia. Lo importante es que, a pesar de tirar todas mis cintas a la basura, conservé las etiquetas con los títulos de las canciones para al menos saber cómo había ordenado tanto tiempo atrás lo que ahora decidía destruir, una especie de rastro de lo que pudo ser. Porque mis grabaciones no eran copias de discos, algo fácil de conseguir en una tienda o en internet, sino mis propias selecciones de música, las que había considerado más adecuadas para acompañar determinados momentos de mi vida, como Rob (el personaje de Alta fidelidad, novela, película, busquen, lean, vean) construía mis grabaciones para mis momentos o mis posibilidades. Que esa posible conquista oyera a Sam Cook u Ottis Redding podía ser la diferencia entre todo o nada como cantaban Small Faces.
            Acabaremos la indigestión siendo “Hombres que se dejan barba con el afán de no reconocerse a sí mismos”, como decía Fernando Menéndez, mientras pinchaba un vinilo de Coltrane redondeando su certeza. Ya todo eso resulta inútil, hay que vaciar los estantes, hay que desocupar para dejar huecos: los hijos tienen que tener su espacio y hay que darse cuenta de todo lo que sobra, tal vez para acabar tragando este sinsabor, o tal vez no.


 Publicado en El Comercio