miércoles, 23 de mayo de 2012

CORRILLOS


Lo peor que le puede ocurrir a un adolescente desbocado es ponerse enfermo de verdad, no esa burda puesta en escena para maquillar una inconsistencia corporal, factura de los excesos de la jornada anterior, evocando lo terrible de una mayonesa en mal estado o los taimados asesinos que se esconden tras las barras, armados con viandas caducadas. No, todo eso no es tan terrible, lo verdaderamente trágico es enfermar hasta tener que quedarse en la cama.
        Allí estaba, febril piltrafa poblada de virus, enroscado y hundido en lo más profundo de un colchón de lana que apenas podía sostener el viejo somier de muelles, excesivamente mullido y chirriante; tan atacado que era incapaz de concebir el movimiento o detener en la cabeza la inflamada avidez de no estar allí. Pero, al fin humano más que hormona, el sopor físico pudo más que las ganas de vivir, rendidas en esta batalla pero dispuestas a la revancha, y ante la rendición se impuso orden de silencio. Quedó así el cuerpo en reposo vacío, atento a cuanto pudiera llegar de lo oscuro a su conocimiento. Pronto surgieron las voces.
        En pleno verano las noches eran aún muy calurosas y las ventanas se mantenían abiertas — ondulantes las cortinas blancas— en una calle escasa en farolas, llena de bultos sentados en las sombras. Bajo la ventana de abatido adolescente, el corrillo empezó a hablar de los temas más comunes. Eran adultos, puretas, viejos a vista de joven, gente mayor, con perspectiva, algunos sin tan siquiera una voz reconocible. Sí, había resonancias familiares, algunos claramente identificables, pero eso no era lo importante. De los temas comunes habían pasado a hablar de los jóvenes, lo que hacían o dejaban de hacer, sus relaciones, excesos, defectos, pasados y posibles. Lo sabían todo: los amores furtivos y las más sórdidas aventuras no eran ningún secreto para aquel servicio de información. La noche oyente se hizo corta.
Tal vez hoy ya no se formen esos corrillos, pero sigue muy presente la necesidad profundamente humana de saber del vecino, sea habitante de la puerta de enfrente o engendro de las tertulias televisivas.

Publicado en El Comercio

jueves, 17 de mayo de 2012

SUCIEDAD Y CULPA


Aprovechemos que la educación infantil aún sigue siendo pública para algo más que poder ir a trabajar y seguir consumiendo. La educación de niños tan pequeños, aparte de ser extremadamente compleja y trabajosa, también da para curiosas anécdotas.
Un vocinglero infante de 3 años entró en el aula gritando: alguien ha hecho caca en el baño. Esto no debería ser noticia, pero cuando el pequeño señala atrás y exige atención es que algo va mal. La maestra deja a sus pequeños descubriendo el color rojo con sus botes de pintura de dedos y el folio en blanco que tienen enfrente. La mecánica ha quedado clara: dedo-bote-folio.
En el baño hay un niño con cara enfadada y actitud de culpa. El baño tiene cuatro pequeñas tazas de váter a un lado y cuatro urinarios de pie enfrente. Una ojeada del niño culpable bajo las cejas enfurecidas conduce a la maestra al sitio adecuado: un excremento de gran tamaño reposa sobre el segundo urinario.
Pero ¿por qué has hecho eso?, pregunta la maestra.
El niño señala las tazas de váter y dice: mi mamá me dijo que eso era para las niñas y esos para los niños ¡y yo soy un niño!
La maestra explica al niño en qué momentos se debe usar el urinario o la taza, pero antes de acabar su explicación oye alarmada un gran jaleo en la clase. Cuando vuelve descubre que la mecánica no ha funcionado y la pintura de dedos roja está tiñendo las cabezas de niños y niñas de toda condición mientras gritan ¡yo soy español, español, español!
Antes de hacer lo posible por solucionar la situación la maestra recuerda aquella frase de Herman Melville: existen empresas en las cuales el verdadero método lo constituyen un cierto y cuidadoso desorden. Aquí te quisiera ver yo, capitán Ahab, dice mientras cuenta hasta tres.
Ahora bien, pongámonos alegóricos. ¿Es culpable el niño, equilibrista de puntillas? ¿Su madre, por no explicarse con claridad? ¿La maestra, por no definir la función de los recursos? ¿Quien haya decidido instalar tazas y urinarios?
No hay culpables certeros, pero sí algo indudable: alguien tiene que limpiar la caca para que todo siga funcionando.

 Publicado en El Comercio

miércoles, 9 de mayo de 2012

DASHIELL HAMMETT


Que quede claro, damas y caballeros lectores, si ustedes no tienen en su biblioteca, sea pública o privada, Cosecha roja, La maldición de los Dain y El halcón maltés, no podrán salir de aquí. Lo que tengo en las manos es un arma y no dudaré en usarla.
Así me gusta, quietecitos.
Ustedes habrán visto cine, saben lo que es una película del género negro. De crímenes, intriga, violencia y todo eso. ¿Verdad? ¿O es que hay alguno que no sepa de lo que estoy hablando? Que levante la mano el que no lo sabe... Muy bien, todos sabios.
Ya sé que hacemos esto porque hace 50 años que nos dejó el viejo Dash, pero ¿hay algún admirador de Raymond Chandler? Vamos, hago un gimlet de miedo. ¿Ningún valiente? Uno... dos más... Vengan aquí, tipos duros. Sin miedo. Pónganse en fila contra ese paredón. No, tranquilos, estoy apuntando a otra cosa. Creo necesario decirles unas palabras antes de proceder.
Dashiell Hammett es el inventor de la novela negra. Quietos ahí, contra el muro, el que diga una sola palabra tendrá plomo. Dejen que les cuente de quién estoy hablando, un tipo de Maryland, que vino a morir a Nueva York, luchó por su país en las dos guerras mundiales, fue detective de la Pinkerton, pero no quiso ser delator. Por eso metieron en la cárcel a este americano de izquierdas que supo como nadie utilizar un lenguaje cortante para diseccionar la sociedad de su tiempo, la misma de siempre, con su doble moral, corrupción, dinero todopoderoso, cinismo necesario para la supervivencia y personajes de una pieza a pesar de todo.
           Un hombre debe mantener su palabra, dijo antes de entrar en la cárcel por no traicionar a sus amigos. El sistema tenía que vengarse de él de la única manera que podía hacerlo: Hacienda todavía le acosaba cuando murió arruinado a los 65 años. Pero ya había dejado su huella en la historia, un puñado de libros publicados en apenas nueve años, luego una vida de escritura sin final. Para ser un hombre honesto hay que empezar por uno mismo.
Y ahora, lean. Corran al estante, a la librería o a la biblioteca. No olviden que sigo apuntándoles con esta arma.

Publicado en El Comercio

miércoles, 2 de mayo de 2012

ABUELA


La abuela Oliva era una mujer sentenciosa. Fortuna te dé Dios, hijo, que el saber poco te basta, pero bueno es el saber cuando la fortuna falta, decía recordando algunos versos leídos o aprendidos en la niñez.
La abuela Oliva me enseñó a amar los libros, a disfrutar de lo escrito y reverenciar a los que son capaces de exponer con letras sus ideas. Mucho más valioso en mi formación intelectual es que me enseñó a hacer fiyolos: los ingredientes, la forma de mezclarlos, la cantidad que había que poner en la garfilla, la inclinación de la sartén para extender aquella mezcla que acabaría siendo exquisita y, sobre todo, la forma de voltear el fiyolo. Pueden ustedes llamarlo hojuela, frixuelo o cereixoa, pero el resultado es el mismo: una magnífica torta del cereal preferido sobre la que cada uno puede extender lo que quiera. Así de generosa fue siempre Oliva.
Oliva era dura como el pedernal, o tal vez como las pizarras que cubrían la magnífica Casa de Marcos del Valledor donde se crió, o las pizarras donde conoció las letras que siempre admiraría, una roca que no se rompe en pedazos, simplemente se hace hojas, láminas negras dispuestas al trazo, como las hojas en blanco que rellenaba en las incontables cartas que escribía a sus familiares en ultramar. Siempre la conocí hogareña, pegada a lo suyo, resolutiva e inamovible. Lo intentamos cuando ya era mayor pero, en otros tiempos, ¿le habría gustado viajar? Es difícil saber algo así cuando una persona ha centrado tanto su modo de vida en llevar adelante a una familia.
Venimos al mundo a sufrir, decía, existencialista ella, con plena conciencia. Por eso era la que más se dejaba la vida por los suyos, contra viento y marea. Nunca pidas, nunca debas, nunca a nadie le hagas mal, siempre mira y siempre calla y las gracias me darás, decía.
Fue una de las personas que me enseñaron a leer y a admirar los libros; proverbial, tenaz, desvivida por sus nietos: el amor  por los libros sigue presente entre nosotros, los fiyolos de Oliva serán eternos en manos de los que quedamos. La muerte de una abuela es la caída de un monumento, el fin de una institución, el vacío de un símbolo.

Publicado en El Comercio