A Manuel Alexandre

Cuatro días después mi buzón volvía a estar lleno de papeles que debía asumir. Nuevas y asombrosas ofertas tal vez mejores que las ya aceptadas. Imaginaba a los señores de rojo gritando ¡que se me va de las manos! mientras corrillos de gente seleccionaban lavavajillas y batidoras como leotardos y calcetines.
¿Debía reconocer mis errores y devolverlo todo?
Uno de estos vendedores, al más puro estilo Garganta Profunda, me contó que los fines de semana de mayo (llenos de bodas y comuniones) se vendía fácilmente una docena de cámaras, que puntualmente eran devueltas en su mayoría a la semana siguiente, una vez hecho el reportaje familiar. Somos unos clásicos, la picaresca es nuestro estado natural, esa desordenada codicia de los bienes ajenos que describía Carlos García hace 400 años.
¿Quién puede cambiar de ordenador cada semana? O de televisor. Los componentes de teléfono móvil están hechos para durar dos años, los de un electrodoméstico, diez, pero cada semana recibimos la propaganda correspondiente.
El papel que debemos asumir —ese sí que llegará— es un recibo. Procedente de la primera persona singular del verbo recibir, presente indicativo: yo recibo. Y ese que recibe dirige la obra, reparte los papeles, incluso por los buzones.
Por eso ahora estoy pensando en hacer un papel secundario, perdón, de reparto.