miércoles, 30 de marzo de 2011

VICTORIANOS


No pretendo ver la vida como un deporte, eso lo hacía mi admirado Conan Doyle y acabó espiritista, pero realmente no quedan muchas opciones si tenemos en cuenta que apenas un par de detalles nos distinguen de los estereotipos victorianos. Porque no hay mucha diferencia entre aquel caballero inglés que se escandalizaba ante las blasfemias proferidas por una mujerzuela en las calles de Whitechapel y esos que ponen el grito en el cielo cuando alguien se suelta la faja de lo políticamente correcto. Simplemente nos hemos fabricado corsés más variados, más sibilinos, provocativos o aparentes, pero igual de constrictores. Cambiemos cuello de celuloide, bombín, paraguas y maletín, por sudaderas, cadenas, pantalones caídos y cordones de colores, por poner un ejemplo. ¿Dónde tiene cabida el distinto? No hay problema, fabriquemos un nuevo corpiño llamado, digamos, integración, o sea, anulación de la individualidad, porque no es que rechacemos a los distintos, no, no, por Dios, simplemente queremos que sean parecidos a nosotros todo lo posible, que tengan nuestros deseos y nuestras dependencias del consumo cuanto antes. De hecho no hay que pensar mucho, el propio sistema ya se encarga de globalizar este estilo de vida que llega a todo el mundo —incluido el tercero, el segunda B y las demás dimensiones— con una espectacular puesta en escena: venga aquí, amigo, todo va bien, todos podemos llegar a triunfar, que es lo que importa.
No, las dimensiones de una sociedad urbanita no tienen cabida para el diferente. No me refiero a tribus urbanas o de raza, religiones, vicios o aficiones deportivas, me refiero a esas personas que funcionan de otra manera y acaban en el manicomio (perdón, qué terrible palabra, quería decir en manos de servicios sociales), o sin techo, o en la cuneta, fuera del sistema. Sólo las pequeñas sociedades admiten en su totalidad al diferente, el loco del pueblo, la bruja de la aldea, conocidos por todos y admitidos con sus cositas. Y el urbanita visitante se queda admirado mientras su sherpa lo explica todo con naturalidad.

Publicado en El Comercio

miércoles, 23 de marzo de 2011

DESTAPE


¿Qué pasaría si una joven guapísima, con un cuerpo de moda, absolutamente segura ante el espejo de que su belleza es innegable, se pusiera un día una trinchera a lo Bogart y decidiera hacer una exposición de sí misma, abriera la gabardina sonriente y los primeros viandantes espectadores le dijeran: qué andas enseñando, fea, adefesio, sosa de carnes? Tal vez su idea de convertirse en modelo, de vivir de su capacidad natural, se hundiera por completo en un charco de inseguridad y nadie supiese que sus curvas harían temblar de envidia a las mujeres más explosivas de la actualidad mediática.
La literatura tiene una parte de exhibicionismo. Esa persona que se enfrenta a la hoja en blanco y la va rellenando letra a letra, en un acto de soledad absoluta ante el mundo que se extiende por sus manos a medida que su mente lo concibe, no ha acabado su obra literaria. La obra acaba cuando ese texto llega al lector.
A algunos autores hay que convencerles de que su obra debe ser mostrada al público, a veces impagables amigos traidores como Max Brod o madres testarudas como la de John Kennedy Toole, nos permiten conocer La conjura de los necios o El proceso. Otros están seguros de la validez de lo escrito y afrontan o desprecian las críticas, contra viento y marea.
Al final, los lectores podemos considerar que el libro llegado a nuestras manos es válido o no, puede parecernos vergonzoso que una editorial haya dado cabida a semejante aberración o glorioso que se haya atrevido a publicar esto, o normal que lo hagan viendo los tiempos que corren. Podemos tener confianza en autores, en editoriales, en otros lectores, en portadas, somos el juez final.
Para muchos escritores, aún seguros de su obra, el paso de la acción íntima de creación a la exhibición impúdica de su libro es insoportable. Y es que hace falta valor o inconsciencia para llevar a cabo ese acto.
No me importan los inconscientes, este es un grito por los que tienen algo que contar.
¡Fuera esa gabardina! Hasta la piel sobra.


Publicado en El Comercio

miércoles, 16 de marzo de 2011

EXHIBICIONES PUDIENTES


En cierta ocasión, rodeado de auxiliares de vuelo, me convertí en el rey de la fiesta cuando solté este clásico refrán: no pidas a quien pidió ni sirvas a quien sirvió. Se pasaron el resto de la velada dando ejemplos prácticos que confirmaban o desmentían el planteamiento.
Ese que va con el lagartín en la pechera o aquella que voltea el pañuelo para que las siglas de una marca exclusiva aparezcan con claridad en el nudo, o el que se compró un coche fantástico y descapotable para exhibirse los domingos, porque no me dirán que es para ver mejor el mundo sobre sus cabezas, o para refrescarse las ideas, para eso es suficiente el aire acondicionado de serie. No se trata de la calidad, son pequeños o grandes símbolos de status necesarios para reafirmarse, para gritar con ganas que ya llegaron al jardín de los elegidos y tienen que enseñar la flor.
Pero desde su celda, Hannibal Lecter ya le explicó la vida a la tierna Clarisse con crueldad certera: sólo dos generaciones separaban del hambre a la ambiciosa agente del FBI que acudía a visitar al psicópata con un bolso caro y unos zapatos baratos.
Decía Rousseau que la sociedad se reproduce. Si lo simplificamos, es mucho más probable que el hijo de un abogado acabe siendo abogado a que sea electricista, y viceversa. Por suerte, hay alteraciones. De esta forma volvemos al principio de este texto.
Desde una perspectiva aventajada las azafatas y azafatos le sirven el café a ejecutivos de multinacionales, políticos, turistas sexuales, actores famosos o de capa caída, jefes de estado, traficantes de todo tipo, diplomáticos, veraneantes a crédito, pero es especialmente en las zonas reservadas a los pasajeros más pudientes donde se descubre la catadura de los individuos, la clase con que tratan al prójimo o se desenvuelven con el personal a su disposición.
No es una cuestión de pasta, resumen. Cuando te pones a recoger es fácil que descubras que uno de esos tíos que salen en las revistas entre los más adinerados del mundo se ha llevado los cubiertos, el vaso y el chaleco salvavidas.
Procuré tapar el nombre de hotel que figuraba en el borde del cenicero.


Publicado en El Comercio

miércoles, 9 de marzo de 2011

OCIO PERDIDO


El hombre más triste que ha viajado en autobús cogía la agarradera como si fuera un herrumbroso grillete carcelario o el gancho del que cuelgan las carnes degolladas en el matadero. Sin embargo, su aspecto era de lo más saludable: rostro bien rasurado y bronceado, pelo aclarado por largas horas de sol en alguna playa tropical difícil de imaginar en los transportes públicos, ropa ligera, de colores casi chillones, tal vez para resaltar el tueste natural. Lo terrible era su semblante.
Me preguntaba qué tragedia yacía tras aquella mirada inconcreta que se deslizaba sobre los edificios y los coches a la misma velocidad que el autobús, inmóvil pero inevitablemente desplazada, estancada, perdida. Los ojos enrojecidos, la boca entreabierta, los hombros que se alzaban de vez en cuando para permitir entrar un poco más de aire en los pulmones atenazados y exhalar un suspiro.
Entró una chica que lo reconoció y se puso a hablar con él. Parecía no ver su expresión, simplemente hablaba sin parar, tal vez de las nuevas y fabulosas colecciones de fascículos que nos inundan cada mes de septiembre, para comprar el primer número y olvidarnos, o de la muerte del gran Antonio Rabinad, autor de El hombre indigno, de si la gripe A es una cortina de humo...
Pero al fin habló el hombre triste.
Se acabó —dijo alzando los ojos para mirar a la mujer, y una lágrima rebasó al borde de su párpado, sorteó los escollos de la nariz, recorrió la mejilla hasta el mentón como una última ola desesperada y cayó al suelo gris enmoquetado—. Hasta el año que viene, ya nada.
Luego la mujer le dio unas palmaditas en la espalda, se encogió de hombros y le indicó que llegaban a su parada.
El final de las vacaciones, gran tragedia en directo, damas y caballeros, una vez más en su mejor sala de espectáculos: el autobús.
Cuando me levanté para salir busqué en el suelo la lágrima derramada por el ocio perdido, pero ya se había evaporado. Como mucho hallaría un pequeño rastro de sal.

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miércoles, 2 de marzo de 2011

SOMOS LOS QUE ESTAMOS

No sé qué decir en los funerales, siempre me parezco ridículo. Busco la forma de expresar ese deseo de acompañar a los que siguen estando en su sentimiento de ausencia del ser perdido y acabo soltando esa frase hecha que suena a formulismo impersonal, pero es difícil decir con palabras más certeras y con la misma brevedad el mensaje claro: te acompaño en el sentimiento.
Esta situación, la de acompañante de los que han tenido una muerte cercana, es una de tantas que son mucho más fáciles de soportar para los creyentes en la otra vida, en los paraísos de la fe, en “verdades incuestionables” como el Más Allá. De hecho, la duda infantil ante la muerte de seres queridos, o ante su propia posibilidad de morir, es mucho más fácil de explicar con la idea del Cielo. Y también para los adultos, naturalmente.
No tengo la menor duda de que el Cielo existe para muchos de mis familiares y amigos.
No sé si lo contrario de ser creyente es ser descreído o incrédulo, antónimos según los diccionarios pero términos que de alguna manera reprochan, dan a entender que no puedes creerte lo más obvio, cuando en realidad lo evidente es que el que muere deja de estar.
La mayoría de las personas que me rodean creen en una entidad superior que está por encima de todo. Yo, no.
Y me encantaría estar seguro de la existencia del Nirvana, el Cielo, el Paraíso; de que podría tomar unas jarras de hidromiel con Jimi Hendrix y Aristófanes, rodeado de bellezas. O, lo más seguro, ir a parar al Infierno para que me dieran de latigazos y me hicieran perrerías. Sería maravilloso, estupendo estar seguro de que eso es posible: seguir siendo.
Pero yo no lo creo. No puedo.
De tanto pensar, por no acabar caballero andante o motorista descabellado, acabo haciendo un retruécano con el “ser o no ser” de Shakespeare que por tan repetido parece perder su sentido de fondo, el drama vital; con este poderío que tiene el castellano frente al inglés, un idioma que no distingue entre ser y estar, puedo explicar mi creencia con esta simple frase, tan cercana y casi ingenua: somos los que estamos.


Publicado en El Comercio