miércoles, 3 de noviembre de 2010

FAMA


El público ya no sabe dónde acaba el cuadrilátero, ni los luchadores tienen idea de lo que es una defensa francesa o mantener la media distancia. Las reglas del marqués de Queensberry les son tan ajenas como un posible árbitro en su contienda y no tienen sonoros apodos como Bruce Seldon, el Expreso de Atlantic City. Ni siquiera luchan por llevarse una buena bolsa o por unificar su campeonato, no están en forma, no hacen sombra, dan golpes por debajo de la cinturilla, por encima del chubasquero, por donde pueden; simplemente se enfrentan físicamente uno contra otro y no lo hacen por la gloria o por amor, es pura rabia forjada en la frustración, el fiasco, los naufragios personales.
Con una situación semejante podríamos empezar una novela negra al estilo Luces de Hollywood de Horace McCoy, un paseo por la desvirtuación de los sueños de fama. Pero cuesta trabajo encajar estos golpes cuando no tienen lugar en un callejón de Los Ángeles sino en un patio de colegio español. Aunque no son niños los que se enfrentan, son los padres que estaban viendo el partido desde la banda, aquellos que gritaban las consignas a sus retoños, a los otros hijos, a los enemigos, al entrenador, al mundo, a ti que estás aquí cerca y no tienes ni idea, cretino, zorrocloco. ¿Estás hablando conmigo? Porque no veo a nadie más por aquí, iconoclasta. Ding, empieza el combate.
Tal vez sea inevitable que los padres quieran realizarse a través de los hijos o, cuando menos, que intenten evitar los mismos errores en sus pequeños para perfeccionar la estirpe y dar un nuevo paso en la evolución de las especies. Pero ¿cómo llegamos a creer que lo mejor para nuestros hijos es cantar en Eurovisión o salir en un anuncio haciendo malabarismos con un balón mientras se comen las natillas? ¿Será que soñábamos con ser Massiel o Maradona?
Contemplaba aquel combate sin reglas desde el otro extremo del patio, mientras mi hijo y otros como él poco deportistas jugaban a las canicas o a la “de-ese”, que no es la de-otro, es una consola de videojuegos para virtualizar los puñetazos y ser Batman o Indiana Jones por minutos. Me sentía ajeno a aquella discordia mal llevada. Los niños tienen que hacer deporte para divertirse, conocer reglas y descubrir las ventajas del trabajo en equipo.
Y, por supuesto, me conformo con lo necesario, no pido más que mis descendientes estén sanos y fuertes, que sean famosos, multimillonarios y me paguen las deudas para poder vivir del cuento de una puñetera vez. Y como alguien se ponga delante, va a saber quién es el Cercanías de Sotrondio. Ding.

Publicado en El Comercio

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