jueves, 20 de enero de 2011

REUNIÓN FAMILIAR


Hay una parte de deshonra sentimental en las reuniones familiares.
Rodeados de lomo embuchado, mariscos andinos y lubinas silvestres, devoramos las carnes recién traídas por los mejores cazadores de la tribu. En semejante vergel destripamos recuerdos familiares con habilidad, ajenos al portón de sinsabores que puede abrirse para cualquier nostálgico deprimido en busca inconsciente de nuevos motivos de introspección —inevitablemente perniciosa en cuanto a los resultados que llevan en el mejor de los casos a la insipidez: el tiempo no deja de pasar—. Peor aún para un neófito o diplomático agregado a esta embajada en ultramar, como son todas las familias, si tiene interés personal en el hallazgo de un sentimiento tribal como ente compartido si no es el reflejo individual de los rasgos inevitables, y en este caso realmente ancestrales, que adornan las conductas en sociedad de quienes crecieron entre personas que hicieron otro tanto generación tras generación, transmitiendo eso que no puede pervertir ningún marco social, histórico, económico o carencia fisiológica: la herencia del neonato.
¿De quién somos carne?
Esta es la cuestión ofensiva del desarraigo familiar y del abrazo, lo que buscamos en la foto y en el llanto del niño, en las piruetas de los pequeños y las figuras adultas, lo que queda de todo en los mayores dormidos. Siempre acabamos encontrando excusa para el semblante atávico del recién nacido.
Después de tantos momentos comunes es imposible vivir de otra manera. Tal vez ni siquiera sea aceptable concebir el mundo de otra modo y todos debamos negar la individualidad, el libre albedrío, la luenga barba o las noches de enajenación. Al final todos somos bienvenidos autómatas de la costumbre, felizmente inconscientes del ajeno individuo que escondemos, saboreando la salsa del reencuentro en familia.
Y luego buscaremos cada uno su madriguera, su oscuro agujero, o los rizos deslumbrantes de Anita Ekberg en la Fontana de Trevi y, sentados al borde, balanceando los pies en el agua, lanzaremos la moneda y el deseo en la noche de lluvia, al manantial siempre rebosante.


Publicado en El Comercio

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