miércoles, 4 de enero de 2012

BLANDENGUE ALIMAÑA

Ahora que vuelvo a dormir en mi tonta cama de siempre puedo recordar la noche de la almohada inteligente. Ustedes pueden pensar que los muebles son seres inertes salvo para Alicia en el País de las Maravillas, pero los rasgos humanos también salpican a esos objetos de uso cotidiano, como el taimado sofá o los cajones acatarrados. Al menos eso pensé cuando los anfitriones me llevaron al dormitorio que ocuparía esa noche. Ya les había dicho que no se molestaran mucho, podía echarme en cualquier parte porque seguro que no pegaba ojo; soy uno de esos malos durmientes de sueño ligero que rinden culto a una determinada cama sin poder pegar ojo en cualquier lecho extraño, sea de muelles, lana, plumas, viscoelástico o marino.
     No te preocupes, me dijeron partidos de risa, lo cual ya me pareció sospechoso, ya verás qué bien duermes con la almohada inteligente. Y salieron todavía carcajeándose.


     Cuando llegó la hora de dormir dejé el libro en la mesita y apagué la lámpara, en la oscuridad empezó la verdadera lucha. ¿Qué querían decir con eso de la almohada inteligente? ¿Es que iba a proponerme una partida de ajedrez? Juegan las blancas y dan mate en dos. ¿Me iba a ofrecer una infusión argentina y una conversación renacentista? ¿En qué consistía la inteligencia de la almohada? Tal vez se referían simplemente a su discreción, un silencio que ellos interpretaban como una sabiduría agazapada, cuando en realidad no era otra cosa que la incapacidad para comunicarse; aunque eso tampoco quería decir que no pudiese almacenar información... ¿Qué oscuros secretos albergaba aquella blanda amenaza? Sin duda esa era su capacidad, extraer información bajo la tortura del insomnio: en el momento que llegaba el sueño la almohada vaciaba tu cerebro hasta dejarlo como una uva pasa. Pero eso no me ocurriría a mí: lancé aquel esponjoso monstruo por la ventana y volví a la cama, dispuesto a dormir.

     Imposible.
     ¿Es que echaba de menos los rojos dígitos de mi despertador?
     No, la respuesta me la dieron con el desayuno, riéndose de mis ufanas ojeras: también el colchón era inteligente.

Publicado en El Comercio

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