
Allí estaba, febril
piltrafa poblada de virus, enroscado y hundido en lo más profundo de
un colchón de lana que apenas podía sostener el viejo somier de
muelles, excesivamente mullido y chirriante; tan atacado que era
incapaz de concebir el movimiento o detener en la cabeza la inflamada
avidez de no estar allí. Pero, al fin humano más que hormona, el
sopor físico pudo más que las ganas de vivir, rendidas en esta
batalla pero dispuestas a la revancha, y ante la rendición se impuso
orden de silencio. Quedó así el cuerpo en reposo vacío, atento a
cuanto pudiera llegar de lo oscuro a su conocimiento. Pronto
surgieron las voces.
En pleno verano las
noches eran aún muy calurosas y las ventanas se mantenían abiertas
— ondulantes las cortinas blancas— en una calle escasa en
farolas, llena de bultos sentados en las sombras. Bajo la ventana de
abatido adolescente, el corrillo empezó a hablar de los temas más
comunes. Eran adultos, puretas, viejos a vista de joven, gente mayor,
con perspectiva, algunos sin tan siquiera una voz reconocible. Sí,
había resonancias familiares, algunos claramente identificables,
pero eso no era lo importante. De los temas comunes habían pasado a
hablar de los jóvenes, lo que hacían o dejaban de hacer, sus
relaciones, excesos, defectos, pasados y posibles. Lo sabían todo:
los amores furtivos y las más sórdidas aventuras no eran ningún
secreto para aquel servicio de información. La noche oyente se hizo
corta.

Publicado en El Comercio