miércoles, 15 de septiembre de 2010

ALÉGRAME EL DÍA, INFRACTOR

Íbamos hacia el Oeste, hacía la ría del Eo, tan emocionados pensando en los chuletones y las playas que las señales de tráfico nos parecían chupachups. Para devolverme a la realidad apareció un representante del orden, un señor de verde, entrado en años, que me indicó muy amablemente mis excesos. Yo intenté explicar las inquietudes que me embargaban, la carne, la arena, el viento, la hipoteca, pero el amable agente, comprensivo y compañero de fatigas pero obligado por la ley, me tuvo que poner la multa correspondiente con gesto cariacontecido.
    En otra ocasión, recién parado el coche ante el portal para bajar las bolsas de la compra, llegó un representante de la ley, de azul esta vez, que se dirigió a mí como si estuviéramos en el instituto, quiero decir, con aires de matón o abusón de patio de colegio. Sólo le faltaba decir, como Harry el Sucio: vamos, alégrame el día. Pero después de la refriega verbal este Mike Hammer renacido me perdonó la vida y no hubo sanción, continuó su patrulla con gesto avinagrado gritándome que tenía todos mis datos y sabía quién era. Pero sin multa.
    Circula la teoría por los bares de que hay dos tipos de agentes y reacciones. Por un lado está el tipo educado, correcto, suave en las formas, que impelido por una fuerza mayor que no está en su mano —la ley— se ve obligado a ponerte en tu sitio: no es él (o ella) quien decide, la infracción es tuya, la pena ya ha sido impuesta. Te toca pagar. Por otro lado está el ser humano dentro de un uniforme, dominado por un mal día o por los problemas de rutina, que esgrime con fatiga su verbo y su actitud sabiéndose dueño de la situación. Con un poco de suerte, no hay multa.
    ¿Qué prefiere usted: trato correcto y monedero vacío o afrenta sin pérdida económica?
    Lo bueno de estas teorías nacidas en los bares es que siempre son discutibles, esa es su esencia original.
    El otro día eché en falta a un agente de la ley cuando salía de casa para llevar a mi hijo al colegio. Me encontré, a apenas diez metros del portal, con una caca de perro en mitad de la acera, tan reciente que aún humeaba en la fría mañana de invierno. Un poco más abajo, un señor se hacía el despistado mirando a los tejados y silbando mientras su perro le acompañaba. ¿Cómo demostrar el crimen sin haberle pillado in fraganti? ¿Llamaremos a la policía científica? ¿Llamaremos cerdo al dueño del perro? ¿Compraremos un caballo, o una vaca, para devolverle la pelota al señor cerdo en forma de deposición a la puerta de su casa? Orden, por favor.

Publicado en El Comercio

2 comentarios:

Justa dijo...

Genial el comentario Toño, esto me recuerda la parábola del hijo díscolo. Yo siempre prefiero que guarden las formas aunque me pongan la multa o me llamen la atención o lo que sea, a que me traten fatal y todo quede en nada. Por favor tratenme con cortesía, los malos modales "aunque sean por mi bien" nunca me son gratos.

Cristina Fuentes dijo...

Es cierto lo de que las teorías de los bares son siempre cuestionables, puesto que conozco una tercera clase de agentes de la autoridad: áquellos que intentan que te lleves el "lote completo". Los que te hacen decir: O multa o bronca, que no tengo el día para ambas.Cristina