miércoles, 8 de septiembre de 2010

BICICLETA


Ya dijo Fernán Gómez que las bicicletas son para el verano. Por eso hoy he venido al parque a pegarme la riñonada correspondiente para enseñar a andar en bici a mi retoño, uno de esos placeres incuestionables que otorga la paternidad. Porque las ruedecillas de apoyo están bien para descubrir el pedaleo, pero para llegar al equilibrio funambulesco sobre dos ruedas, a la verdadera libertad del ciclista, nada sustituye al brazo protector que aferra el sillín y recompone el movimiento. No hay más que deslomarse un poco, sudar a chorros y resoplar ante los habitantes de las terrazas, con sus cañitas y sus aperitivos.
    En El libro de mis amigos, Henry Miller reserva el último capítulo para su favorito: una bicicleta. Es curioso que un hombre que vivió intensamente, y escribió de igual manera, tras hacer un repaso de sus amistades y contemplando la vida ya lejos del desenfreno y la reyerta filosófica, con la calma que traen los ochenta años cumplidos, acabe por darle a las dos ruedas ese privilegio. Es curioso pero también es lógico, porque el que pedalea se eleva un palmo del suelo, flota en un equilibrio cíclico, se aleja del mundo circundante lo suficiente para verlo pasar con detalle, aislado, Robinson, pero con la certeza de que sólo tiene que echar el pie a tierra para volver a casa. Y seguro que Miller supo disfrutar como pocos de esos momentos de descanso necesarios para un intelectual combativo.
    Una caída. No pasa nada, Induráin. ¿Quién es ese? Cómo que quién es ese, mil rayos y truenos, a ti qué te enseñan en el colegio.
    ¿Por qué ya no se utilizará la mercromina? Cuando los veranos eran interminables y cabalgábamos a lomos de nuestras Orbea, Bicicross BH, G.A.C., Torrot, las rodillas y los codos estaban llenos de aquella tinta roja que marcaba los pequeños errores de una vida intensamente despreocupada, probablemente feliz.
    Hay que usar el clásico truco: la confianza traicionada por una buena causa. Suelto mi juguete sobre dos ruedas y veo avanzar a un ciclista seguro de que una mano le sujetará cuando pierda el equilibrio. Y sin necesidad de ayuda se aleja, solo.


Publicado en El Comercio

4 comentarios:

Santiago Bertault dijo...

Bueno verte por blogilandia.

Silvia dijo...

Qué bien, un espacio dónde sostener lo imposible del entendimiento. Me gusta.
Y sobre las bicis, yo que todavía llevo las ruedecillas de apoyo y ya pasé de los 30, ¿habrá algún lugar, al aire libre pero muy discreto, para yo practicar con dos ruedas? y despeñarme o mantener el equilibrio, pero intentarlo por fin, y alejarme un poquito de la niña a la que tanto me cuesta decir adiós.

Ton dijo...

Saludos Santiago.
Buena idea, Silvia, supongo que lo interesante de verdad sería convertirse en ruedecilla y, con equilibrio o no, seguir rodando.

Anónimo dijo...

Lo peor de las dichosas bicis es que sólo tienen dos ruedas. Yo fui absolutamente incapaz de sostenerme siquiera por un momento sobre la susosdicha. Eso sí a mis hijos les puede enseñar no sé como me las apañé pero el caso es que circulan.