miércoles, 1 de mayo de 2013

SOBRIO CLINT


Sobriedad. Esta es la palabra fundamental a la hora de interpretar el cine de Clint Eastwood, un señor que a sus 82 primaveras es el mejor cineasta, tal vez el último, del Hollywood clásico, y no por imitación, sino por herencia. Lo bueno es que este tipo duro se ha incautado de otras influencias que están presentes en sus películas sin que estas tengan que rendir homenajes palpables, visibles, declarados.
      Durante años he relacionado las trayectorias de Clint Eastwood y Woody Allen, el gran narrador cinematográfico neoyorquino, tal vez por el simple hecho de que ambos forman parte de mis gustos, o que los dos despuntaron en los sesenta, o les gusta el jazz (de distintos estilos), o que representan arquetipos masculinos (de distintos estilos). Tal vez las razones de Woody Allen para hacer una película al año sean terapéuticas, económicas o religiosas; como espectador entregado creo que esta periodicidad merma su capacidad creativa (algo similar les ocurre a esos grandes escritores que no pueden dedicar demasiado tiempo a proyectos ambiciosos, atados por compromiso editorial a publicar una
novela al año).
      Quién iba a decir viendo aquellas películas del orangután que Clint Eastwood acabaría firmando los títulos que ha hecho: convirtió un dramón romántico como “Los puentes de Madison” en obra de arte; con “Sin perdón” reinventó el western –si es que no lo había hecho ya con “El fuera de la ley”– y se consagró en los Oscars; sacó lo mejor de sus dirigidos en “Million dollar baby” o “Mystic River”. Se define por su sobriedad, lejos del regodeo artificioso, la risa floja o la lágrima fácil, siempre a salvo. ¿Cuántas escenas dedicó en “El intercambio” a poner de manifiesto lo que sentía la madre ante el hijo intruso? Los efectistas habituales meterían el sacacorchos en la llaga; Eastwood es efectivo, huye del sensacionalismo.
      Esa capacidad para contar las historias más terribles con calma, con certeza, sin recrearse en lo que otros consideran espectáculo, convierten a Eastwood en el mejor cronista, el que convierte la elipsis –lo no contado– en su relato. 

Publicado en El Comercio

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