miércoles, 30 de enero de 2013

RELOJES


No sé exactamente en qué momento pero sin duda iba al colegio cuando clavé aquella esfera de reloj sin agujas en la puerta de mi habitación. De alguna manera tenía claro que los relojes no eran más que un extraño adorno humano del devenir implacable.
Las maquinarias de relojería aún siguen fascinándome. Empezaron a llamar mi atención desde pequeño: aquellos enormes relojes de bolsillo Roskopf Patent que utilizaba mi abuelo (y, más tarde, el hecho de que siguiera haciendo lo mismo con los cronógrafos de pulsera que le regalaban, los que nunca llevaba en la muñeca); resultó imposible que dejara de echar mano a la faltriquera para ver la hora. Quise pensar que lo hacía no por costumbre, sino por cierto respeto al implacable dios que podía albergar en su bolsillo, como calderilla o caramelos, para no convertirlo en una herramienta simple a la que es tan fácil echar una ojeada levantando la mano.
Con el tiempo he sentido fascinación por la técnica como demostración de nuestras incapacidades y mejores afanes. A nadie se le escapa que el paso del tiempo tiene sentimientos: poco tienen que ver con el movimiento frío y constante de las agujas los minutos finales de un partido comprometido, o los que faltan para acabar una conferencia aburrida o una despedida.
Toda esa mecánica perfecta intenta reproducir un ritmo que no existe como tal. Al fin y al cabo solo somos parte de una bola que gira en torno a otra más grande durante un tiempo. Vaya usted a saber en qué billar de mala muerte o buena vida estamos metidos, sujetos a fuerzas de gravedad y otros agentes de las leyes de la física siempre dispuestos a la marginalidad, la delincuencia y la alteración del orden natural. Sin embargo, en una mezcla de necesidades prácticas y soberbia intelectual, el ser humano buscó desde muy pronto la forma de dividir y fraccionar tiempo y espacio para dar explicaciones. Las estaciones que marcaban el ritmo vital del entorno dieron paso a calendarios lunares, relojes solares, clepsidras, campanadas de fin de año, artefactos con un par de agujas y una esfera dispuestos a demostrar que todo se puede medir para quedar atrapado en la cuadrícula. O casi.

Publicado en El Comercio

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