domingo, 31 de julio de 2011

PIPPI SALANDER


Hace unos años, el lector de superventas que entraba en los lavabos de un bar y se encontraba la puerta cerrada sabía que detrás se escondía un cátaro o un templario, como mínimo un masón realizando oscuros rituales; los libros más vendidos ya habían descubierto todos sus secretos, por mucho que el oscuro individuo saliera luego al son de la cisterna con cara de alivio y ligera embriaguez.
  Últimamente, los hombros de cualquier habitante de las playas estaban bien desarrollados después de acarrear cualquiera de los tres libros que conforman un éxito editorial que sigue imponiéndose: Millenium, la trilogía del escritor sueco Stieg Larsson.
Celebro que los gustos hayan cambiado. Aquellas novelas de códigos ocultos y conspiraciones mundiales por doquier albergaban situaciones tan verosímiles y bien documentadas como esa en la que un discreto personaje —gigante albino con traje de monje que pasaba totalmente desapercibido por los centros comerciales— se escapaba de una prisión de alta seguridad ¡de Andorra! (ya saben ese principado tan bien conocido por sus penitenciarías).
Las de Larsson son novelas negras actuales con tramas muy trabajadas y personajes construidos con virtuosismo de fumador empedernido. No sé si la cabeza de Larsson engendró antes a Lisbeth Salander o todo lo demás, pero sin duda esa heroína atípica devora al resto de caracteres. En realidad Lisbeth es una Pippi Calzaslargas adulta.
En los libros de los años setenta el personaje de Astrid Lindgren que popularizó la tele se llamaba Pippa, (por cierto, otro título de esta autora es El detective Blomquist, ¿les suena de algo?). Siguiendo con obvios suecos, es imprescindible mencionar a Henning Mankell y su Wallander y recordar a Lars Gustafsson (El tercer enroque de Bernard Foy, por ejemplo).
Stieg Larsson murió porque no funcionaba el ascensor, cuando subía las escaleras su corazón de fumador recalcitrante no pudo aguantar, se paró antes de llegar al piso superior, donde la fama internacional abrió la puerta ya tarde para él, a tiempo para los lectores.

Publicado en El Comercio

viernes, 15 de julio de 2011

UN MIEDO


No siempre podemos ponerle nombre a los miedos. No sé cómo se llamaba el perro que consiguió romper su cadena y perseguirme, ponerme las patas en la espalda e intentar morderme la cabeza hasta que mi abuelo lo apabulló de un manotazo, pero el psicólogo me ha dicho el nombre de mi fobia.
Alfredo y yo nos encontramos por primera vez en un paraje exótico, selvático, rotundo: el Valledor de fines de los 70, un paraíso asturiano que empezaba a recibir la luz eléctrica e imaginaba agua corriente en el grifo; pero donde nos reconocimos seres pensantes y dignos de diatriba intelectual fue en la Biblioteca Pública de la calle San Vicente en Oviedo. Él me descubrió a Los Tres Investigadores, una colección que devoré con pasión durante meses, apartando a codazos a los que venían a quitarme posibilidades cuando el señor de bata azul iba colocando en su sitio los libros devueltos.
Fue el descubrimiento del Museo Arqueológico lo que me haría considerar a Alfredo el más grande anfitrión, una palabra que siempre relaciono con aquel momento. Era tan simple como salir de la biblioteca y entrar en el edificio que estaba justo al lado, pero a mí nunca se me había ocurrido, esa fue su genialidad. Los sábados por la mañana visitábamos aquellas salas. ¿En cuántas batallas habrá estado esta espada? Seguro que esta punta de flecha mató a un mamut, no, mejor a un oso cavernario. El reto de dar una voltereta sobre el mosaico geométrico de una casa romana apenas duró unos segundos, espero que de aquella no hubiera cámaras.
Tampoco renunciábamos a la infancia: jugábamos con soldaditos de plástico y petardos de a peseta en un descampado de Buenavista que hoy es la Ñocla de Calatrava.
Un día me levanté y al entrar en la cocina mi madre apagó la radio, me puso la mano en el hombro y lo dijo: murió Alfredín, estaba en un viaje de estudios y se ahogó en la playa. Esa muerte de la infancia marcó las lecturas de mi vida.
Ahora tengo responsabilidades paternales que atender y a todos los niños les gustan las olas y el riesgo. Pierdo los estribos con facilidad, pero al menos sé el nombre que asocio con este miedo.

Publicado en El Comercio

miércoles, 6 de julio de 2011

SIN LÁTEX EN LA PISCINA


Prefiero las piscinas municipales, autonómicas, interestatales, ecuménicas, el mar con gorro de goma para no soltar pelo proletario, hacer como que lees un libro de David Foster Wallace (forrado con papel de estraza, eso sí, por si alguien te toma por resabido o, peor aún, quiere entablar conversación; lo mejor es poner la sobrecubierta de un superventas, nadie se fijará en ti si estás leyendo tal cosa), pues eso, haces como que lees pero en realidad pegas la oreja a la conversación de los chavales que hablan de su noche pasada (cándido vicio), o la de las señoras que juegan a las cartas (porno), o la de aquellos intelectuales en bañador que acabaron pegándose por una discrepancia sobre el uso del ablativo absoluto, en latín claro.
Me fui unos días a Madrid, a visitar a unos amigos que vivían en una urbanización exclusiva en las afueras, con guardias de seguridad, gente que no dice nada en el ascensor y piscina privada. Privada pero compartida con el resto de exclusivos afortunados.
Decía Santiago Auserón que 37 grados es la temperatura del cuerpo humano al hacer el amor. Yo no suelo llevar termómetro, pero viendo la temperatura que marcaba el que había en aquella piscina estaba claro que el sol nos estaba dando de lo lindo por delante y por detrás. Me sentí un poco desnudo y fresco sin mi gorro de látex azul.
Estaba acodado en el borde, pataleando con indolencia, viendo a unos niños jugar con sus pistolas de agua. De pronto uno de ellos se volvió, corrió hasta la piscina, a apenas unos metros de mí, se bajó el bañador y se puso a mear en el agua.
No pude evitarlo, tuve que llamarle la atención, y no se me ocurrió nada mejor que la frase clásica: oye, niño, eso no se hace.
Creí que pediría disculpas, que exigiría comprensión por su necesidad, pero este era un niño de élite, seguro de sí mismo.
Sí que se puede, el otro día me bañé con mamá y me dijo que sí, que ella también lo hacía, como todo el mundo.
Y ahí seguía el Manneken Pis mientras me alejaba de sus orines y añoraba aquella frase de las jugadoras de tute sobre la toalla. ¿No tienes copas? Pues echa unos orines, anda, ji ji. Señoras, por favor.

Publicado en El Comercio