miércoles, 29 de septiembre de 2010

PIRATAS


Cogí el autobús y, después de unos cuantos transbordos, llegué a mi destino: la piratería. Tuve que atravesar España y toda África, pero qué es eso sino un breve crucero de placer para un curtido filibustero. Llegar al Cuerno de África fue pan comido, lo difícil vino después.
Yo había hecho mis deberes. Leí los libros de Stevenson, Salgari, Verne, Sabatini y compañía. Me aprendí de memoria todos los diálogos de Errol Flynn en El capitán Blood y El halcón del mar, estudié los movimientos gimnásticos de Burt Lancaster y su mudo compañero en El temible burlón, me contagié de todo el cinismo exhibido por Walter Matthau en Piratas de Roman Polanski y acabé por visitar Disneyland París para comprarme el disfraz que lleva Johnny Depp en Piratas del mar Caribe. Vamos, que llegué al Cuerno de África hecho un pincel mientras ponía mi voz más aguardentosa y gritaba por doquier que quería una botella de ron, mil millones de demonios, o los pasaba a todos por la quilla.
          Cuando me llevaron por fin ante los piratas modernos observé sus fusiles de asalto Kalashnikov AK-47, lanzagranadas RPG-7, explosivo plástico y demás fruslerías. Antes de que pudiera echar mano bajo mi encarnado fajín para sacar el trabuco, antes incluso de que pudiera imaginar que agarraba la empuñadura de mi alfanje de filo mellado en mil abordajes (a la nevera), ya me habían atado con una de esas agarraderas de plástico que utilizan ahora los ejércitos del mundo igualmente para inmovilizar a los cautivos o sujetar una cañería (ya ni siquiera unos dignos grilletes repiquetean al son del moderno prisionero). Luego utilizaron el correo electrónico para ponerse en contacto con sus socios en Londres —abogados y gente de ralea semejante— para decidir qué rescate iban a pedir por mi persona. Y aquí estamos, voto a tal.
          Esa imagen heroica del pirata, la que cantaba Espronceda “con diez cañones”, se la debemos a los románticos del XIX, hasta entonces los piratas eran delincuentes, quinquis de la peor calaña, como los que hoy vemos disparar a un pacífico barco de pescadores de atún. La literatura y el cine crearon héroes inolvidables, la realidad fue siempre y siempre será, otra.
Si quieren saber algunas verdades sobre aquellos piratas del XVII —Morgan, el Olonés y compañía—, lean el libro de Exquemelin, el médico de los piratas.

miércoles, 22 de septiembre de 2010

DELIRIOS CONVENIENTES


Como aquella señora que compartía mesa en un hotel de Benidorm y gritó entusiasmada a la llegada del camarero: ¡pulpo! ¡con lo que me gusta! y, mientras todos tomaban sus tenedores dispuestos a pinchar en la cazuelita compartida un pedacito de tentáculo, la señora cogió unas cuantas cucharadas de mayonesa y las vertió sobre el pulpo a feira. ¡Ay, qué rico!, decía, ante la mirada boquiabierta de los demás comensales.

Como aquella envidiable enajenada, decidió volverse loco mientras acababa de desayunar. En otras ocasiones se había planteado el mismo dilema, aunque más bien lo hacía sopesando si estaba desequilibrado y qué problemas supondría para él y sus seres cercanos esa circunstancia. Esta vez, por el contrario, tenía claro que quería ser un lunático. No un loco de atar, completamente descontrolado o medicado, enfermo, no, digamos suficientemente perturbado. ¿Cómo había llegado a semejantes conclusiones? ¿Hay razonamientos válidos que lleven a alguien a desear ser un enajenado? Pues claro, sólo depende de qué consideremos válido.
Hay frases disfrazadas de muletillas inofensivas que son en realidad cargas de profundidad, como por ejemplo: ¿A ti eso te parece normal? Cada uno de nosotros tiene muy claro lo que es normal, es de sentido común. Como el pulpo con mayonesa.
Le habían enseñado que debía tener una mentalidad abierta, comprender otros puntos de vista, aceptar nuevas costumbres. Por eso el desayunante, con una especial capacidad para la empatía, tenía la cabeza como un bombo. Su problema era que, de tanto aceptar puntos de vista ajenos, no sabía cuál era su propia esencia: todo era válido. Hasta que sus pensamientos flotaban entre incertidumbre, insomnio y ansiedad mientras los chiflados reconocidos tenían muy claro qué era lo normal, lo correcto y lo inaceptable. Y tan felices.
Necesitaba ser menos racional, aunque la sociedad bienpensante se riera a sus espaldas o en su cara. Lo difícil era razonar con sentida extravagancia.
La conveniencia de lo insensato, esa era la cuestión. Antes cogió un último bocado. ¿Sería normal desayunar 247 bizcochos? Pues claro.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

ALÉGRAME EL DÍA, INFRACTOR

Íbamos hacia el Oeste, hacía la ría del Eo, tan emocionados pensando en los chuletones y las playas que las señales de tráfico nos parecían chupachups. Para devolverme a la realidad apareció un representante del orden, un señor de verde, entrado en años, que me indicó muy amablemente mis excesos. Yo intenté explicar las inquietudes que me embargaban, la carne, la arena, el viento, la hipoteca, pero el amable agente, comprensivo y compañero de fatigas pero obligado por la ley, me tuvo que poner la multa correspondiente con gesto cariacontecido.
    En otra ocasión, recién parado el coche ante el portal para bajar las bolsas de la compra, llegó un representante de la ley, de azul esta vez, que se dirigió a mí como si estuviéramos en el instituto, quiero decir, con aires de matón o abusón de patio de colegio. Sólo le faltaba decir, como Harry el Sucio: vamos, alégrame el día. Pero después de la refriega verbal este Mike Hammer renacido me perdonó la vida y no hubo sanción, continuó su patrulla con gesto avinagrado gritándome que tenía todos mis datos y sabía quién era. Pero sin multa.
    Circula la teoría por los bares de que hay dos tipos de agentes y reacciones. Por un lado está el tipo educado, correcto, suave en las formas, que impelido por una fuerza mayor que no está en su mano —la ley— se ve obligado a ponerte en tu sitio: no es él (o ella) quien decide, la infracción es tuya, la pena ya ha sido impuesta. Te toca pagar. Por otro lado está el ser humano dentro de un uniforme, dominado por un mal día o por los problemas de rutina, que esgrime con fatiga su verbo y su actitud sabiéndose dueño de la situación. Con un poco de suerte, no hay multa.
    ¿Qué prefiere usted: trato correcto y monedero vacío o afrenta sin pérdida económica?
    Lo bueno de estas teorías nacidas en los bares es que siempre son discutibles, esa es su esencia original.
    El otro día eché en falta a un agente de la ley cuando salía de casa para llevar a mi hijo al colegio. Me encontré, a apenas diez metros del portal, con una caca de perro en mitad de la acera, tan reciente que aún humeaba en la fría mañana de invierno. Un poco más abajo, un señor se hacía el despistado mirando a los tejados y silbando mientras su perro le acompañaba. ¿Cómo demostrar el crimen sin haberle pillado in fraganti? ¿Llamaremos a la policía científica? ¿Llamaremos cerdo al dueño del perro? ¿Compraremos un caballo, o una vaca, para devolverle la pelota al señor cerdo en forma de deposición a la puerta de su casa? Orden, por favor.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

BICICLETA


Ya dijo Fernán Gómez que las bicicletas son para el verano. Por eso hoy he venido al parque a pegarme la riñonada correspondiente para enseñar a andar en bici a mi retoño, uno de esos placeres incuestionables que otorga la paternidad. Porque las ruedecillas de apoyo están bien para descubrir el pedaleo, pero para llegar al equilibrio funambulesco sobre dos ruedas, a la verdadera libertad del ciclista, nada sustituye al brazo protector que aferra el sillín y recompone el movimiento. No hay más que deslomarse un poco, sudar a chorros y resoplar ante los habitantes de las terrazas, con sus cañitas y sus aperitivos.
    En El libro de mis amigos, Henry Miller reserva el último capítulo para su favorito: una bicicleta. Es curioso que un hombre que vivió intensamente, y escribió de igual manera, tras hacer un repaso de sus amistades y contemplando la vida ya lejos del desenfreno y la reyerta filosófica, con la calma que traen los ochenta años cumplidos, acabe por darle a las dos ruedas ese privilegio. Es curioso pero también es lógico, porque el que pedalea se eleva un palmo del suelo, flota en un equilibrio cíclico, se aleja del mundo circundante lo suficiente para verlo pasar con detalle, aislado, Robinson, pero con la certeza de que sólo tiene que echar el pie a tierra para volver a casa. Y seguro que Miller supo disfrutar como pocos de esos momentos de descanso necesarios para un intelectual combativo.
    Una caída. No pasa nada, Induráin. ¿Quién es ese? Cómo que quién es ese, mil rayos y truenos, a ti qué te enseñan en el colegio.
    ¿Por qué ya no se utilizará la mercromina? Cuando los veranos eran interminables y cabalgábamos a lomos de nuestras Orbea, Bicicross BH, G.A.C., Torrot, las rodillas y los codos estaban llenos de aquella tinta roja que marcaba los pequeños errores de una vida intensamente despreocupada, probablemente feliz.
    Hay que usar el clásico truco: la confianza traicionada por una buena causa. Suelto mi juguete sobre dos ruedas y veo avanzar a un ciclista seguro de que una mano le sujetará cuando pierda el equilibrio. Y sin necesidad de ayuda se aleja, solo.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

ARTIMAÑAS EN LA COLA

La cola del paro no tiene hilo musical. La crisis ha llegado a tal punto de austeridad ejemplarizante que no podemos malgastar el erario estatal en semejante trivialidad. Pero esta limitación del arte expuesto al público tal vez se pueda explicar de otra manera. ¿Qué pasa si al compás de una de esas ligeras cancioncillas unos cuantos miembros de la cola empiezan a mover las caderas con estudiada coreografía? Contagiarían al resto de desesperados y toda la oficina se convertiría en un espectáculo musical incontrolable para los funcionarios organizadores. ¿Cómo darle número de orden a un señor que agita los pantalones por encima de su cabeza?
    La situación de los protagonistas de aquella película titulada Full Monty era verdaderamente dramática, muy dura. Pero ese fondo doloroso se olvida durante unos momentos gracias a una serie de situaciones cómicas, empezando por el momento en que los desempleados deciden que su alternativa es convertirse en “boys”. Probablemente la escena más famosa es esa en la que están todos haciendo cola en la oficina de empleo —hombres corrientes, con sus vaqueros gastados por el uso y trajes que nunca estuvieron de moda —,  entonces suena la música y en el momento adecuado todos ellos hacen a un tiempo su movimiento sexy.
    ¿No recuerdan ustedes eso cuando están esperando ante la ventanilla del banco, o de Tráfico, o del Ayuntamiento, justo antes de pagar la multa? ¿No es esa una cualidad de las obras de arte? La fórmula que les permite llegar a formar parte de nosotros, de nuestras perspectivas más íntimas de la realidad.
    Como cuando distinguimos a través de la cortina de la ducha una sombra amorfa que se acerca y por un momento dudamos si será un psicópata travestido y con peluca. Y, sin salir del baño, quién pondría en duda al mirar en el espejo y ver todo el universo cotidiano reflejado menos su propia persona, que se ha convertido en vampiro. O ese deseo feroz, vertiginoso, ante el paso del tiempo y sus marcas, ante los rasgos de una vida consumiéndose que van profundizando la carne reflejada… ¿quién no deseó tener un cuadro en el trastero que fuera envileciéndose por nosotros, como El retrato de Dorian Gray?
    El hilo musical de Hitchcock, Wilde, Stoker, Kafka…
    Sí, señor Samsa, porque ¿quién no se ha despertado alguna vez sintiéndose como un bicho?


LECTURAS EN EL VÁTER

Fui víctima de uno de esos virus primaverales que te dejan postrado durante unos días, conversando largo y tendido —más bien sentado— con Winston Churchill (ya saben, W.C., el inodoro, el retrete, la taza, la letrina, el váter). Recordé entonces una de esas ideas geniales que tenemos en la infancia: el higienicómic. Seguro que no es un concepto original, pero para mí era el fruto de mi inspiración. Muy simple, se trataba de hacer un cómic por entregas en los rollos de papel higiénico.
Me comprenderán los lectores empedernidos.
¿Cuántos de ustedes se saben de memoria los componentes de un champú o una crema, o los efectos secundarios de un medicamento? ¿Por qué conocemos términos tan variopintos en otros idiomas (que loción en portugués se dice loção, por ejemplo)? Pues sí, porque somos unos viciosos de la letra escrita y en cuanto nos pasamos unos minutos parados, aunque sea a la hora de realizar esta labor de vital trascendencia, necesitamos algo que llevarnos al cuerpo para controlar el mono y leemos cualquier cosa que tengamos a mano, sean etiquetas de cosméticos, prospectos médicos o marcas de colonia.
Hay gente muy previsora que tiene un revistero al lado del váter, yo lo he visto; allí van almacenando por igual folletos de propaganda, trípticos informativos y la prensa más variopinta. Algunos incluso tienen su pequeña librería en el baño, al alcance desde este pequeño trono. Podríamos hacernos esta pregunta: ¿qué libros se llevaría usted a la letrina?
Continuando por esa línea llegaríamos a obrar vigorosos ensayos sobre este tema, conjeturando lecturas laxantes o astringentes. Lo peor de todo sería la clasificación de autores, dónde colocar a Cela o a Richard Ford, quién es el diarreico de la generación perdida, etc.
            Pero si hay alguien con clase para estas labores del día a día, alguien que le dio la importancia merecida a las necesidades humanas y el arte, ese fue Napoleón, que colocó el cuadro más famoso del mundo, la Gioconda de Leonardo Da Vinci, frente a su retrete. “Comprendiendo un momento de la vida de un hombre, podemos comprender toda su vida”, dijo Emerson. Seguro que la Mona Lisa le tocaba la fibra sensible. Cómo no plantearse la conquista del mundo.