Cogí el autobús y, después de unos cuantos transbordos, llegué a mi destino: la piratería. Tuve que atravesar España y toda África, pero qué es eso sino un breve crucero de placer para un curtido filibustero. Llegar al Cuerno de África fue pan comido, lo difícil vino después.
Yo había hecho mis deberes. Leí los libros de Stevenson, Salgari, Verne, Sabatini y compañía. Me aprendí de memoria todos los diálogos de Errol Flynn en El capitán Blood y El halcón del mar, estudié los movimientos gimnásticos de Burt Lancaster y su mudo compañero en El temible burlón, me contagié de todo el cinismo exhibido por Walter Matthau en Piratas de Roman Polanski y acabé por visitar Disneyland París para comprarme el disfraz que lleva Johnny Depp en Piratas del mar Caribe. Vamos, que llegué al Cuerno de África hecho un pincel mientras ponía mi voz más aguardentosa y gritaba por doquier que quería una botella de ron, mil millones de demonios, o los pasaba a todos por la quilla.
Cuando me llevaron por fin ante los piratas modernos observé sus fusiles de asalto Kalashnikov AK-47, lanzagranadas RPG-7, explosivo plástico y demás fruslerías. Antes de que pudiera echar mano bajo mi encarnado fajín para sacar el trabuco, antes incluso de que pudiera imaginar que agarraba la empuñadura de mi alfanje de filo mellado en mil abordajes (a la nevera), ya me habían atado con una de esas agarraderas de plástico que utilizan ahora los ejércitos del mundo igualmente para inmovilizar a los cautivos o sujetar una cañería (ya ni siquiera unos dignos grilletes repiquetean al son del moderno prisionero). Luego utilizaron el correo electrónico para ponerse en contacto con sus socios en Londres —abogados y gente de ralea semejante— para decidir qué rescate iban a pedir por mi persona. Y aquí estamos, voto a tal.
Esa imagen heroica del pirata, la que cantaba Espronceda “con diez cañones”, se la debemos a los románticos del XIX, hasta entonces los piratas eran delincuentes, quinquis de la peor calaña, como los que hoy vemos disparar a un pacífico barco de pescadores de atún. La literatura y el cine crearon héroes inolvidables, la realidad fue siempre y siempre será, otra.
Si quieren saber algunas verdades sobre aquellos piratas del XVII —Morgan, el Olonés y compañía—, lean el libro de Exquemelin, el médico de los piratas.