Mientras el sacerdote oficiaba, llegaba una escena cumbre, cuando el miserable M, con la cabeza afeitada al estilo Doctor Maligno, decía: si hay algo que me gusta más que ser malvado es ser traidor...
Manrique estaba entusiasmado con su teatro de la mente cuando todo acabó. Mientras algunos salían de la iglesia por los laterales en el pasillo central se había formado el discreto tumulto de los que se acercaban para dar el pésame a la familia más cercana. La figura central parecía ser aquel hombre mayor que no había podido afeitarse y hundía sus ojos azules al fondo de rasgos enrojecidos por la tensión del quebranto contenido. Manrique se sintió culpable por su frivolidad, su evasión infantil ante algo tan real como la pérdida de un ser querido, y cuando llegó ante el patriarca fue capaz de decir unas sentidas palabras de condolencia que acabaron por romper en llanto al dolido anciano sobre el hombro del joven en uno de esos momentos terribles de silencio expectante ahuecado por sollozos.
Tras aquella escena el resto de los familiares dolidos abrazaron al tierno Manrique que, con tanta emoción, no recordaba las palabras con las que había intentado reconfortar al anciano.
Al salir de la iglesia, aún conmocionado, cuando un viejo amigo de sus padres se acercó a él extrañado por su presencia, Manrique explicó que había venido al funeral de aquella mujer en representación de la familia, antaño buenos vecinos.
Manrique, dijo el hombre, ese funeral fue a las 4.
Pero Manrique ya no prestaba atención, nuevos héroes y villanos poblaban su escenario mental repartiendo galletas.
Publicado en El Comercio