Escribir
una historia de fantasmas o vampiros, un cuento gótico para imitar a
Edgar Allan Poe o Bram Stoker, acaba siendo una impostura inabordable
para quien no puede concebir algo más allá de lo terrenal. Puede
empezar muy bien: aullidos del viento en una noche de tormenta,
relámpagos que alumbran brevemente los encuentros más
insospechados, sombras irreconocibles, fuerzas ocultas incompresibles
para un ser racional... Pero al final todo acaba convirtiéndose en
una especie de Vértigo
(como la película de Hitchcock) con la correspondiente caída súbita
en lo mundano, hallando explicaciones razonables para lo que parecía
llegado de otro mundo. Para mayor frustración, estas tentativas me
recuerdan a las aventuras de Scooby Doo, esos dibujos animados donde
siempre hay unos intereses económicos que motivan a los malvados,
para promover un misterio fantasmagórico con un par de trucos
técnicos.
Me
encantan los cuentos de miedo, y también disfruto a veces con esos
libros superventas de templarios actuales, psicópatas deconstruidos,
folletines pseudohistóricos y demás. Hay auténticas obras maestras
de este tipo y, por supuesto, muchos despropósitos publicados al
olor de las sardinas (también nos presentan a bombo y platillo lo
que llaman imprescindibles obras literarias y, crédulos nosotros,
acabamos sintiéndonos timados). La cuestión es que los lectores
tragamos. Aunque parece que algunos no asimilamos.
Pretendía
escribir un cuento de miedo para leer en Halloween con mi hijo y
acabé haciendo una especie de relato de serie negra (más gabardina
y 38 amartillado que capa negra bajo la luna llena), convencido de
que hay que ser creyente para poder dar vida a lo muerto con
sinceridad. Claro que parece absurdo pedirle veracidad a un escritor
de ficción. Verosimilitud, como mucho.
Todos
somos mejores lectores que escritores. Estoy seguro de que el gran
Jorge Luis Borges prefería releer los libros que formaban parte de
su biblioteca (aquella colección de sus lecturas recomendadas que
publicaron en los ochenta) antes que volver a sus propias obras.
Publicado en El Comercio