miércoles, 26 de enero de 2011

DEGENERANDO


Entre las películas basadas en Drácula, la novela de Bram Stoker, Nosferatu de Murnau es la más perturbadora y la de Coppola de los noventa, la más espectacular. La más conocida en su momento fue la versión americana con Bela Lugosi de los años treinta. En los cincuenta la productora inglesa Hammer se dedicó a imitar la imitación de la obra de Stoker con medios técnicos y humanos eficaces. Fueron nuevos clásicos. En los setenta, Jess Franco y compañía imitaron la imitación de la Hammer que imitaba la imitación del irlandés autor de La joya de las siete esferas. Mujeres bellas, guiones más increíbles que el vampirismo, tomate frito Orlando, pero una intención de cine en serio que hacía gracia por su atrevimiento (y por las chicas, claro). La imitación es una forma de evolución. Y tal vez toda forma de arte sea una copia o imitación de la realidad sensible, como decía Platón, pero ahora hay imitadores del imitador de la imitación de la imitación, aflojando tanto la tontería que ni siquiera tienen un momento de chispa los engendros, la gracia, que es lo único que se les puede pedir a objetos semejantes.
          Estos caminos de la recreación no siempre degeneran de mala manera. Sigan esta línea de influencias: Poe, Conan Doyle, Hammett, Chandler, Ellroy, Connelly. Es evidente que cada uno de ellos es deudor (al menos) del anterior, pero ¿alguien tiene que buscarle enlaces a Michael Connelly para disfrutar de sus libros?

          Otro tipo de degeneración es la de “los famosos de las revistas”. Hace años la prensa del corazón contaba chascarrillos de los cantantes, las actrices, los nobles, los pintores, las escritoras. Pero luego empezaron a airear chismes de los que tenían algo que ver con esos profesionales de algo concreto: los nuevos protagonistas no cantaban, ni actuaban, ni escribían, ni tenían título, eran puramente agregados. En la actualidad, estamos repletos de personajes de tercera generación. Le pregunto a un señor bajito que mira absorto el televisor —como todos en el bar—, quién es aquel que atrae tan singularmente sus miradas, y me lo aclara así: Ese es el que se enrolló con la que llevaba el tinglao de la novia del amante de la segunda novia de Paquirrín.
          Aaah, ya, claro. Otra cerveza, por favor. A ver si acabamos de degenerar.


Publicado en El Comercio

jueves, 20 de enero de 2011

REUNIÓN FAMILIAR


Hay una parte de deshonra sentimental en las reuniones familiares.
Rodeados de lomo embuchado, mariscos andinos y lubinas silvestres, devoramos las carnes recién traídas por los mejores cazadores de la tribu. En semejante vergel destripamos recuerdos familiares con habilidad, ajenos al portón de sinsabores que puede abrirse para cualquier nostálgico deprimido en busca inconsciente de nuevos motivos de introspección —inevitablemente perniciosa en cuanto a los resultados que llevan en el mejor de los casos a la insipidez: el tiempo no deja de pasar—. Peor aún para un neófito o diplomático agregado a esta embajada en ultramar, como son todas las familias, si tiene interés personal en el hallazgo de un sentimiento tribal como ente compartido si no es el reflejo individual de los rasgos inevitables, y en este caso realmente ancestrales, que adornan las conductas en sociedad de quienes crecieron entre personas que hicieron otro tanto generación tras generación, transmitiendo eso que no puede pervertir ningún marco social, histórico, económico o carencia fisiológica: la herencia del neonato.
¿De quién somos carne?
Esta es la cuestión ofensiva del desarraigo familiar y del abrazo, lo que buscamos en la foto y en el llanto del niño, en las piruetas de los pequeños y las figuras adultas, lo que queda de todo en los mayores dormidos. Siempre acabamos encontrando excusa para el semblante atávico del recién nacido.
Después de tantos momentos comunes es imposible vivir de otra manera. Tal vez ni siquiera sea aceptable concebir el mundo de otra modo y todos debamos negar la individualidad, el libre albedrío, la luenga barba o las noches de enajenación. Al final todos somos bienvenidos autómatas de la costumbre, felizmente inconscientes del ajeno individuo que escondemos, saboreando la salsa del reencuentro en familia.
Y luego buscaremos cada uno su madriguera, su oscuro agujero, o los rizos deslumbrantes de Anita Ekberg en la Fontana de Trevi y, sentados al borde, balanceando los pies en el agua, lanzaremos la moneda y el deseo en la noche de lluvia, al manantial siempre rebosante.


Publicado en El Comercio

miércoles, 12 de enero de 2011

LECTURA

Este es un cuento de la soledad extrema, de la necesidad de silencio que acaba siendo la amante predilecta, del protagonista hundido en sofás de eskay rojo, sudoroso o helado pero constante, cabalgando desde la inocencia hasta la muerte de la infancia y las demás muertes posibles, constante y fiel a su ritual: siempre abierto al primer gesto, a la suave indicación de los dedos sabios, deslizándose con placidez a veces, con indiferencia incluso, o con brutalidad de amante incontrolado, amante amantísimo, falto de sueño, echado a perder tremendamente gordo de su pasión interminable, de volúmenes inabarcables, de la horizontal postura que le resta otros sentidos, tan sólo la vista, y flaca, abombada de vidrio, gastada, sin capacidad para discernir colores —azul, rojo, verde, violeta—; no conoce más dibujos que los trazados por las máquinas, no sabe nada de sí mismo, vive en mundos ajenos creados por mentes ajenas, o enajenadas, que no distinguen lo extraño de lo propio, ni siquiera en su vida real, la realidad que no existe —lector—, es un punto inaccesible fuera de los márgenes blancos, de los mares de signos ordenados, es una terra incognita, o tal vez demasiado consabida, que no debemos visitar, no queremos, no lo vamos a hacer, mientras una tras otra las palabras aparezcan gusaneando, como aquellos otros, completando los renglones en caravana conquistadora, atravesando la pradera blanca mientras giran silenciosos los ejes con su poderosa doble articulación y se desgrana una idea, una historia, una vida entre hojas (antes que una muerte entre las flores), cubierta, contraportada, lomo, cuerpos propios o en servicio de préstamo, esos libros de vida alegre que se contonean por las bibliotecas, todos ellos fieles a su palabra, dispuestos a contar la misma historia punto por punto, invariables, aún cuando nuestro protagonista haya cambiado, haya crecido o se halle su cadáver en la biblioteca, muerto entre los nunca muertos: los libros, esa pasión vampírica.



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miércoles, 5 de enero de 2011

ESPEJITO ESPEJITO

Contaba Cortázar que en cierta ocasión, caminando por una playa de Méjico, se le acercó un hombre para decirle soy su compatriota, otro exiliado argentino. No, caballero, usted se equivoca, respondió Cortázar, yo soy un argentino exiliado. Parecerá una tontería pero tiene su sentido, póngase a rumiar. O algo así.
            La imagen mental que cada uno tiene de sí mismo, el autoconcepto, también tiene sus rasgos, sus arrugas y sus gestos reflejados en las palabras que elegimos y ordenamos para elaborar cada frase. En el fondo de su materia gris, en el espejito más recóndito de su cerebro, ese padre que reprocha no me estudias nada o Alonso no me gana una carrera, puede verse a sí mismo con casco y monoplaza a 300 por hora, recitando con solvencia las lecciones más aborrecibles.
Una forma de afrontar las propias inseguridades es el autoengaño: la pose. Lo curioso de las poses, algo que en la mayoría de los casos provoca extrañeza, vergüenza ajena o rechazo, es que pueden llegar a triunfar, porque el sentido del ridículo es una cuestión cada vez más indiscernible y acabamos por convertir la compasión o el desprecio en un flirteo tentador o una rotunda admiración.
A fines de los setenta, un chaval se fue de vacaciones soñando con La Guerra de las Galaxias y volvió con tupé, vaqueros remangados, camperas y cazadora de ante con flecos. Al lado de este renacido rockabilly Danny Zuko (el personaje interpretado por Travolta en Grease) era un patán. Durante años los que le habíamos conocido en su vida anterior nos tomábamos a broma esa actitud, seguros de que algún día acabaría por ver lo absurdo de aquella impostura. Pero no fue así. A los cuarentaitantos, con una barriga cervecera que sujeta la hebilla de plata del tamaño de una bandeja, un tupé estilo Anasagasti y la Harley aparcada en la acera, comenta, con esa entonación que sigue sonándome impostada a pesar de llevar con ella 30 años, que a veces se siente un poco absurdo pero qué va a hacer ahora, ¿volver a cambiar?
¿Tendré que hacer de muro en su huida hacia delante? ¿De espejo? ¿Descubrirle a otro sus capacidades y limitaciones? Y quién no se siente absurdo. No, caballero, yo soy de la playa un paseante.

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