Toy Story podría
considerarse una versión alternativa de Blade Runner, la
adaptación para el cine del relato de Philip K. Dick “¿Sueñan
los androides con ovejas eléctricas?”. Una parte fundamental de
estas trampas y cartones es la vida secreta de los objetos. Lo que no
es posible concebir si no tienes el material necesario es la vida
multidisciplinar del objeto inanimado en manos de pequeños monstruos
con chupete.
Para empezar, el maletín
es un instrumento a rellenar. Más tarde, el adulto que quiere sacar
una carpeta extraerá un enorme aro rosa o un muñeco de Indiana
Jones. Esto puede parecer sorprendente, pero no tanto como cuando al
ir a buscar un bolígrafo notamos cierto polvo en el interior de la
cartera, unos granos gordos que se revelan como trozos de galleta. Lo
preocupante es que era de chocolate.
Se sigue demostrando que
la esencia humana es meter cosas en los agujeros, sea como sea. Los
antiguos vídeos VHS, tras su pestaña basculante, podían albergar
cualquier cosa, desde pequeños libros hasta coches de juguete o
trozos de pan. También el cajón de sonido -ese bafle de oscuro y
redondo agujero- es recipiente. Hasta que un día descubres al mover
el altavoz que tintinea como un sonajero.
Lo verdaderamente temible
es que el explorador con pañal acceda a los objetos de la mesita de
noche. Descubres hasta qué punto forma parte de ti un
radiodespertador cuando alguien viene a tocarte los botones para
alterar su rutina, esa que consideras el natural transcurso de los
días. Y una noche estalla ese objeto tan íntimo de la forma más
ruidosa posible, un atronador cataclismo a las horas más
intempestivas. Yo lo mato, dices, incapaz de oírte con el estruendo.
Mentira, palabras que se lleva el viento. Le das unos manotazos al
aparato e intentas dormir. Pero como el sueño resulta imposible
tramas la venganza, sonriente en la oscuridad, con los ojos abiertos
inyectados en sangre: mañana le va a dar galletas su padre. O peor
aún, te levantas para sacar algún provecho del insomnio y todavía
con el susto en el cuerpo escribes estas líneas.
Publicado en El Comercio