miércoles, 29 de diciembre de 2010

ARTE POR PARTES


Cuando leo La familia de Pascual Duarte me importa un bledo que Cela escribiese sus obras en pijama o camisón de rayas, o que dijese no sé qué de las gallinas. Y Viaje al fin de la noche, es una de las novelas fundamentales del siglo XX aunque Celine acabara siendo un pronazi, antisemita y cabrón insoportable, merecedor de los más oscuros calabozos.
La criatura más ingenua y ególatra, ese tipo rastrero y manipulador, el borracho más recalcitrante, cualquiera de estos puede ser el perfil de un autor de grandes obras literarias. En cierta ocasión pude ver a un consagrado poeta entrar en un bar a la hora del café, pedir un whisky, vomitar a los pies de la barra antes de que se lo sirvieran, bebérselo de un trago y salir sin pagar, tan campante. Nada de eso cambió mi admiración por sus versos. Eso sí, como todo el mundo que vive en sociedad puedo pasarme horas cotilleando sobre la vida personal de los escritores, de los jugadores de fútbol o de mis ex (excompañeros, exmecánicos, exdentistas), y puedo admirar la trayectoria personal de este o la otra, o sentir un desprecio absoluto por aquel de más allá.
También es cierto que en algunos casos es muy difícil distinguir dónde acaba la persona y empieza la obra, o la idea que empuja su trabajo. Eisenstein o Leni Riefensthal fueron artistas al servicio del régimen. Queda a juicio del observador distinguir la calidad artística de sus obras.
Un famoso pintor abstracto, cuyo nombre no diremos (lo desconocemos porque esta información se autodestruirá en 15 segundos), supervisaba el traslado de sus obras para una exposición. Se le dio a entender que el tamaño sí importaba, cierto cuadro no cabía en la bodega del avión. Pidió nuestro artistazo una sierra, cortó el cuadro en dos y dijo: no pasa nada, ahora ya hay dos obras de arte, por cierto, esta sierra es soberbia.
¿Ustedes creen que si partiéramos Las Meninas o el Guernica tendríamos dos obras de arte? Pues eso, la obra es una cosa, el artista es otra cosa y la sierra la suelen usar los leñadores o los asesinos en serie.

miércoles, 22 de diciembre de 2010

AFICIÓN


Un hombre me contó que su afición era la fotografía. Tomábamos el ineluctable vino español que cerraba un acto de entrega de premios fotográficos, así que la frase parecía una simpleza causada por exceso de exposición a la Ribera del Duero. Observé la mirada soñadora del tipo que se perdía por la ventana, imaginé que estaría pensando en velocidades de obturación, aperturas de diafragma y profundidad de campo. Tengo más de 4000 fotografías de ventanas, dijo. Pero, hombre, eso no es una afición, es una obsesión. ¿Y cuál es la diferencia?, respondió sonriente.
Estaba claro que el hombre tenía ganas de conversación renacentista, densa y dilatada, pero yo tenía mis propias divagaciones.
Cuando el hombre observaba con delectación el marco de la ventana imaginé que su visión iba más allá, hacia lo que estaba fuera. Si vemos a alguien mirar un escaparate suponemos que le interesa lo que está expuesto —aunque tal vez sea un agente secreto que espía en el reflejo al enemigo—, ¿cómo imaginar que esté calibrando el grosor del cristal, la estructura de metal o la correcta limpieza del vidrio?
Hay gente que admira las motos como objetos de arte, retienen en su memoria datos técnicos y líneas de diseño, pueden identificar cientos de modelos y pasarse horas observando catálogos o motos aparcadas en la calle, y sin embargo sentirían terror si tuvieran que utilizarlas para desplazarse. Como si un elefante admirara un cacahuete temeroso de sentir su sabor.
Me dirán que hay aficiones mucho más increíbles, que no es para tanto. Pero no se dan cuenta de que la afición es más peligrosa que la obsesión. La obsesión reconoce la existencia de una idea persistente de fuerza incontrolable, por tanto la consideraremos amenazadora, tal vez merecedora de algún tratamiento concreto. La afición, sin embargo, ladina y engañosa, se mostrará como gesto de poca importancia, una tendencia, nada más, algo con lo que podemos convivir hasta la tumba.
¿A ustedes no les da más miedo un aficionado a la taxidermia que alguien que alberga en su biblioteca todos los libros publicados sobre Jack el Destripador?
¿Y fotografías ventanas desde dentro o desde fuera?, respondí.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

EL GRITO

Me desperté con un sobresalto y aparté el libro que se había dormido sobre mi pecho con una sensación de angustia nacida en los sueños pero aún pataleante en la vida consciente, arrastrándose por mi cabeza como barro informe y dispuesto a bullir con una forma determinada si era capaz de encauzar mis pensamientos y darle forma concreta a su naturaleza maleable. No era algo que tuviera que ver con el libro, era un viejo compañero bien conocido y releído, así que lo volví a colocar en la mesita con otros amigos de papel siempre dispuestos al reencuentro.
Me froté los ojos con la delicadeza, intensidad y meticulosidad del criminal profesional hasta que no me quedaron huellas posibles en la mirada y contemplé como cada mañana El grito de Edvard Munch, una vieja reproducción sobre la pared azul que intenta imitar el color del cielo, el exterior. Me pregunté, como siempre, si las manos que rodean el rostro calavérico sujetan las mejillas vibrantes del ser que grita al espectador o se posan sobre las orejas para intentar tapar el sonido interminable de esa boca abierta para el aullido eterno.
Cerré los ojos para oír mejor. Los sonidos de la calle que llegaban por la ventana anunciaban lluvia, tráfico, coches. Imaginé la intimidad del conductor disfrutando de la radio, o de los pasajeros del taxi, los viajeros del autobús, sus vidas posibles... No, es imposible ponerle término a algo desconocido con el planteamiento de un universo que, por minucioso y dilatado, llega a ser infinito. Tenía que levantarme.
Fue al ponerme las zapatillas cuando recordé el pálpito, por fin. Era una conversación con un amigo que decía aquello de Oscar Wilde: no midas a un hombre por sus amistades sino por sus enemigos.
Ya, sí, pero ¿quién es mi enemigo? ¿Y por qué voy a querer ser medido?
Y por qué tener enemigos, me preguntaba ya fuera de la cama, bostezando con toda la extensión posible de mi mandíbula batiente. Para qué una guerra. Levantarse con el deseo de que el día acabe pronto para poder volver a la cama es ya una forma de entregar las armas y sumirse en la rendición incondicional. Decía Cervantes que la memoria era la enemiga mortal de su descanso.
¿Dónde hallará descanso el hombre que huye de su propio demonio?

jueves, 9 de diciembre de 2010

MINUTO PSICOLÓGICO


¿Cuánto dura un minuto psicológico?
No es la medida del tiempo lo importante, sino lo que ocurra mientras tanto. Un minuto en manos de Marcel Proust le daba para más de 400 páginas sin levantarse de la cama ni conocer amante. Pero yo ya me había levantado, ya estaba vestido y magníficamente desayunado dispuesto para hacer la compra.
Mi minuto psicológico empezó en la sección de refrigerados del supermercado. Me conquistó un envase de yogur por su sobriedad verde oscuro, su mensaje frío pero reconfortante, una palabra con resonancias medicinales y fundamento de lengua muerta para nombrar su componente necesario en las mejores formas de vida: bífidus.
Yo quería que me pasara como en el anuncio televisivo: te comes el yogur mientras dices “ya sabes, es para...”, te das unas palmaditas en la tripa y las chicas te sonríen. Supongo que si en lugar de toquetearte la barriga tiras de la cadena, o se oye el ruido de la cisterna, el gesto no resultará tan seductor.
Continuando con mi minuto, me lancé a comprar latas de sardinas con omega 3, leche semidesnatada con un 30 por ciento más de calcio, mayonesa light con luz propia, dentífrico blanqueante con flúor para dientes sensibles y nostálgicos, sopa de sobre supervitaminada y mineralizada y, con harto dolor de corazón, cerveza sin alcohol. La cesta de la compra parecía una farmacia.
El minuto acabó cuando tuve que pagar y descubrí que la mayoría de estos productos, anunciados como una necesidad en toda dieta sana, resultaron ser más caros que los de siempre, esos que llevan consumiendo tantas generaciones de longevos desinformados, que tampoco iban al gimnasio para dejarse los duros en el spinning, el fight box, el watsu o el aerobic.
La industria basada en el culto al cuerpo mueve grandes cantidades de dinero. ¿Qué sería de todos los que trabajan en fábricas de cosméticos, o de ropas y alimentos adecuados, o de todos esos que hacen los anuncios, o de los monitores y personal de los gimnasios, que ocurriría si sólo les dedicásemos un minuto?
El minuto psicológico dura lo que marque el árbitro al final de la primera parte. En mi caso no hubo goles.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

SUEÑO ETERNO


“De todas las cosas difíciles de aguantar, quizá la más difícil sea que tus vecinos te rehuyan y te dejen en desdeñosa soledad”, decía Mark Twain en El forastero misterioso. Por otro lado, Francisco Umbral utilizaba la expresión “más solo que un escritor” y Haruki Murakami dice que escribe por la misma razón que corre, “para poder encontrar la soledad”.
Tal vez no por el rechazo de sus vecinos, más bien como el fruto de una deliberación personal, el escritor se queda solo. Pero no está vacío, le acompañan ideas y palabras, un mundo lleno, probablemente un universo creado personalmente.
Se quedaron John Updike, Antonio Pereira, Antonio Vega o Mario Benedetti, se quedaron solos para dejarnos palabras.
Dejó de fumar John Updike, precursor de Cheever y Carver, heredero de Dos Passos y Hemingway, minucioso destripador del aparente bienestar de la clase media (norteamericana, mundial). Lo más conocido es el ciclo de novelas protagonizadas por Harry Conejo Angstrom, pero no pierdan la oportunidad de reírse con sus relatos de Henry Bech.
Antonio Pereira seguirá contando sus cuentos dondequiera que esté, probablemente al calor de un magosto con aires bercianos en la cocina vieja del Olimpo. También nosotros cogeremos un puñado de castañas —o fresas, o cacahuetes— y seguiremos repasando, comodones en la gloria, su Recuento de invenciones.
La tristeza en el bolsillo y / la careta de cartón, cantaba Antonio Vega en “Antes de que salga el sol”, lo hacía 30 años antes de que su gesto y su voz se volvieran realmente cartón, humo, polvo, sombra, nada. Pero, si Elvis está vivo y Lope resucita cada vez que un escenario alberga sus obras teatrales, sólo tenemos que poner la radio o cantar en la ducha para resucitar al chico de ayer, triste, solitario y final.
Mario Benedetti escribió poemas y novelas, pero sin duda son sus relatos los que le han hecho universal, imprescindible, inmortal narrador. Se ha escrito mucho sobre él estos días: lean, aprendan de la persona que era, pero sobre todo corran a la biblioteca, a la librería, a la estantería, a la mesita, cojan sus libros de cuentos y denle vida.
No estamos solos.

jueves, 25 de noviembre de 2010

PAPELES EN EL BUZÓN

A Manuel Alexandre

Hice mi papel. Cogí del buzón los folletos repletos de maravillosas ofertas, marqué los productos más selectos y los compré todos. Esa noche vimos el telediario en una pantalla descomunal mientras hacíamos deporte de salón con los juegos interactivos conectados a auriculares inalámbricos. Llené los discos duros de datos que nunca volvería a revisar e instalé todos los programas piratas que pude descargar para evitar que otros filibusteros más avezados me copiaran las claves secretas de mi libreta de muelle. Soy un hombre de mi tiempo buceando en el acontecer cotidiano sin trampa ni cartón, dispuesto a morder el anzuelo y tirar del hilo para ver quién me toma por marioneta. Eso si no hay algo mejor que hacer. De momento, disfrutaba de los aparatos.
Cuatro días después mi buzón volvía a estar lleno de papeles que debía asumir. Nuevas y asombrosas ofertas tal vez mejores que las ya aceptadas. Imaginaba a los señores de rojo gritando ¡que se me va de las manos! mientras corrillos de gente seleccionaban lavavajillas y batidoras como leotardos y calcetines.
¿Debía reconocer mis errores y devolverlo todo?
Uno de estos vendedores, al más puro estilo Garganta Profunda, me contó que los fines de semana de mayo (llenos de bodas y comuniones) se vendía fácilmente una docena de cámaras, que puntualmente eran devueltas en su mayoría a la semana siguiente, una vez hecho el reportaje familiar. Somos unos clásicos, la picaresca es nuestro estado natural, esa desordenada codicia de los bienes ajenos que describía Carlos García hace 400 años.
¿Quién puede cambiar de ordenador cada semana? O de televisor. Los componentes de teléfono móvil están hechos para durar dos años, los de un electrodoméstico, diez, pero cada semana recibimos la propaganda correspondiente.
El papel que debemos asumir —ese sí que llegará— es un recibo. Procedente de la primera persona singular del verbo recibir, presente indicativo: yo recibo. Y ese que recibe dirige la obra, reparte los papeles, incluso por los buzones.
Por eso ahora estoy pensando en hacer un papel secundario, perdón, de reparto.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

PAPÁ, PAPÁ


Los parques infantiles parecen lugares seguros. Todos esos balancines, toboganes, columpios, barras de equilibrio, túneles, cabañas y pasadizos, han pasado unos controles técnicos para verificar que en ningún caso podrán dañar a sus pequeños usuarios. Las rodillas de los niños ya no están rojas todo el año, no sólo porque la mercromina está en desuso, es que estos suelos sintéticos acolchados para evitar rasguños son tan blanditos que al pisarlos parece sonar una nana y llegar el sueño. Hay fuentes cercanas, para que los niños se hidraten, y bancos accesorios para que mamás y papás puedan sentarse un rato a contemplar las evoluciones de sus hijos y charlar de todo tipo de temas serios o frívolos.
Estaba sentado en uno de estos bancos del parque cerca de los columpios, como tantos otros observando a nuestros retoños jugueteando, cuando oí a mi hijo que hasta hacía un momento parecía de lo más calmado sentado con otros niños, aparentemente charlando de sus banalidades infantiles. Gritaba: ¡que no! ¡que no!
Yo estiré la cabeza como un avestruz que otea el horizonte para descubrir posibles enemigos, pero este lo tenía demasiado cerca, de mi propia sangre. Mi hijo me vio y gritó: ¡Papá, papá, a que Dios no existe!
Los compañeros de juegos de mi hijo esperaban una respuesta, mis compañías de banco me miraban, todos los progenitores del parque guardaban silencio y volvían su atención hacia este padre. Algunos niños se habían quedado parados en su balanceo de columpio, o a medio camino en su descenso de tobogán, a punto de caer sobre el pañal mullido el bebé que daba sus primeros pasos. Se desplomaron varias palomas en pleno vuelo con un bote extraño de cuerpos vivos, balones con plumas llenos de aire caliente.
Pero cuando ya sentía mi cuello de caracol deslizándose húmedo de vuelta al caparazón, fui capaz de improvisar: ¡hala, venga, vete recogiendo, que nos vamos a casa!
Y las palomas echaron a volar, la gente a parlotear y los niños a saltar. Luego me metí en la pequeña sociedad de mi concha, aparentemente ileso.
Sí, los niños pueden sentirse muy seguros en sus balanceos, pero ¿quién protege a todos esos seres crecidos, los adultos?

 
 

miércoles, 10 de noviembre de 2010

ESCURRIR EL BULTO


Para triunfar en la vida, Homer J. Simpson le enseñó a su hijo dos frases fundamentales: “yo no he sido” y “estaba así cuando llegué”. Estas palabras que podrían resultar infantiles en el contexto de una serie de dibujos animados son en realidad una vía de escape habitual para cualquiera que quiera evitar responsabilidades. Naturalmente habremos de emplear un lenguaje un poco más adulto ante los micrófonos. “Mi desconocimiento sobre ese tema es muy amplio” podría servir; pero aún mejor es “podemos alarmarnos pero no preocuparnos porque preocupándonos no vamos a conseguir nada”.
Ese requiebro candoroso para escurrir el bulto se puede mejorar, hay auténticos catedráticos en esta técnica, siempre diligentes para resolver la papeleta. Una señora quería sentarse, apartó mi chaqueta de una silla y de un bolsillo se escurrió mi teléfono móvil que acabó rompiéndose en el suelo. Las primeras palabras que pronunció, antes que una disculpa, o un juramento, fueron estas: “pero cómo pones el teléfono ahí, que se te puede caer en cualquier momento”. Genial. Me sirvió como disculpa para cambiar de compañía.
En esta misma línea había un soldado que nunca cumplía la guardia, cuando por fin apareció y le echaron en cara que no le habían encontrado en su puesto, dijo cuadrándose: “será que no me han sabido buscar, oh capitán, mi capitán”. Ineptos buscadores.
Esas sí que son jugadas maestras. No sólo no tengo ninguna responsabilidad, los torpes sois vosotros que no estáis a la altura del deber, o de las circunstancias, o lo que sea.
Emulando a tantos espectadores que han ido al cine este fin de semana, he visto una película sobre una entrevista a Richard Nixon en 1976, poco después de su dimisión debida básicamente al escándalo Watergate —se excedió en aquello que decía Maquiavelo: “haga, pues, el príncipe lo necesario para vencer y mantener el estado, y los medios que utilice siempre serán considerados honrados y serán alabados por todos"—. En principio parece que este hombre no se fue de rositas, no se hizo el sueco, puesto que asumió su culpabilidad y dejó su cargo, pero ¿que ocurre si el bulto era más grande? Nos gusta que haya malos y buenos, esos arquetipos de referencia usados en la ficción para no tener que pensar mucho. Sería demasiado peligroso dar a entender que el malo de la película es todo el sistema. Tal vez Nixon pensó como hombre de estado y asumió culpas propias y ajenas para convertirse en la Bestia Negra y facilitar a los siguientes su trabajo. Seguro que supieron ser agradecidos. Eso ya es exprimir el fardo.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

FAMA


El público ya no sabe dónde acaba el cuadrilátero, ni los luchadores tienen idea de lo que es una defensa francesa o mantener la media distancia. Las reglas del marqués de Queensberry les son tan ajenas como un posible árbitro en su contienda y no tienen sonoros apodos como Bruce Seldon, el Expreso de Atlantic City. Ni siquiera luchan por llevarse una buena bolsa o por unificar su campeonato, no están en forma, no hacen sombra, dan golpes por debajo de la cinturilla, por encima del chubasquero, por donde pueden; simplemente se enfrentan físicamente uno contra otro y no lo hacen por la gloria o por amor, es pura rabia forjada en la frustración, el fiasco, los naufragios personales.
Con una situación semejante podríamos empezar una novela negra al estilo Luces de Hollywood de Horace McCoy, un paseo por la desvirtuación de los sueños de fama. Pero cuesta trabajo encajar estos golpes cuando no tienen lugar en un callejón de Los Ángeles sino en un patio de colegio español. Aunque no son niños los que se enfrentan, son los padres que estaban viendo el partido desde la banda, aquellos que gritaban las consignas a sus retoños, a los otros hijos, a los enemigos, al entrenador, al mundo, a ti que estás aquí cerca y no tienes ni idea, cretino, zorrocloco. ¿Estás hablando conmigo? Porque no veo a nadie más por aquí, iconoclasta. Ding, empieza el combate.
Tal vez sea inevitable que los padres quieran realizarse a través de los hijos o, cuando menos, que intenten evitar los mismos errores en sus pequeños para perfeccionar la estirpe y dar un nuevo paso en la evolución de las especies. Pero ¿cómo llegamos a creer que lo mejor para nuestros hijos es cantar en Eurovisión o salir en un anuncio haciendo malabarismos con un balón mientras se comen las natillas? ¿Será que soñábamos con ser Massiel o Maradona?
Contemplaba aquel combate sin reglas desde el otro extremo del patio, mientras mi hijo y otros como él poco deportistas jugaban a las canicas o a la “de-ese”, que no es la de-otro, es una consola de videojuegos para virtualizar los puñetazos y ser Batman o Indiana Jones por minutos. Me sentía ajeno a aquella discordia mal llevada. Los niños tienen que hacer deporte para divertirse, conocer reglas y descubrir las ventajas del trabajo en equipo.
Y, por supuesto, me conformo con lo necesario, no pido más que mis descendientes estén sanos y fuertes, que sean famosos, multimillonarios y me paguen las deudas para poder vivir del cuento de una puñetera vez. Y como alguien se ponga delante, va a saber quién es el Cercanías de Sotrondio. Ding.

miércoles, 27 de octubre de 2010

EUFORIA


Cuando la vida nos sonríe, cuando todo está en su sitio y funciona, es fácil aceptar un nuevo cambio; parece que la línea de navegación de nuestro barco es inalterable y su flotabilidad está a prueba de todo escollo. Ingenuamente, sentimos que respiramos mejor, que tenemos más pelo y menos peso, que el refrigerador tiene un color maravilloso y el agua del grifo está en su justo punto de temperatura.
No podemos imaginar la que nos están preparando. Sí, en nuestra propia casa, las personas más cercanas.
El adolescente sabe que ese es el mejor momento para decirles a sus padres que no quiere ir a la universidad, o que está embarazada, que quiere cambiarse de sexo o irse de casa. Y a veces cuenta con cómplices (madres o padres o hermanos confidentes) que han planificado al detalle la situación. Porque saben que en otros momentos, cuando vivir nos parece una sucesión interminable de ansiedades bajo control, esa noticia imprevista y desagradable puede hacernos reventar de ira, incomprensión o rechazo.
Ni mucho menos es el adolescente el único que conoce estas estrategias, tan sólo es uno más de los que se han aprovechado de un viejo truco. Como Matahari, aquella amante bandida que esperaba hasta el final del acto sexual para plantear las cuestiones delicadas, o los generales de Napoleón que esperaban la llegada de la victoria para plantearle al sire sus aspiraciones más ambiciosas (tal vez acabar convirtiéndose en personajes de un cuento de Antonio Pereira).

Los momentos de euforia desmedida son los más apropiados para estos ardides. Como esa joven que llega a casa entusiasmada porque acaba de aprobar las oposiciones y le piden que se siente en el sofá. O en el aeropuerto, justo antes de empezar en solitario ese viaje soñado desde la infancia y tu pareja te pide que dejes de hablar un momento para explicarte algo. O cuando estás celebrando la Eurocopa, haciendo cortes de manga a Platini y brindando por el Niño, y de repente te llaman al móvil. Da igual lo infame que sea el asunto planteado, lo aceptarás de buen grado porque no hay espina que duela si ves el camino de rosas.

miércoles, 20 de octubre de 2010

SABER CONTAR


Como aquella señora que decía: yo alguna vez me planteé escribir un libro pero leía a García Márquez — aquella prosa, aquellos párrafos, aquella novela— y el desafío me parecía tan inabordable que nunca me planteé la aventura; así evité la derrota.
O cuando el comodoro Enterría afirmaba que después de Garcilaso ya no había nada que decir, para qué tanta retórica, poética, desvelos sin sentido. Llevó este ideal a un examen de oposiciones, cuando el tema que le tocó desarrollar fue El Romanticismo respondió: los poetas del XIX no aportaron nada nuevo a la literatura en castellano, por tanto me remito a Garcilaso de la Vega, escritor, guerrero y espía, nacido en Toledo en 1503, cuya obra, bla, bla, bla.
Si a todos nos apabullara tanto, o tuviéramos tal capacidad para reverenciar lo ya escrito, desde los orígenes de la humanidad, no habría nada más que signos en las cavernas, vulvas y penes en una pared de Tito Bustillo.
Gabriel García Márquez se levantaba a las ocho de la mañana, se ponía un mono azul de obrero y se lanzaba sobre su máquina de escribir para trabajar hasta las cuatro de la tarde; luego tendría que vender su coche para poder mantenerse económicamente y aún así vivir de prestado, hasta que fue capaz de hacer su apuesta, un texto que en su primer momento resultó insólito y fue rechazado por unas cuantas editoriales, pero que al final se impuso como es bien sabido. No tengo claro si ese detalle del mono es muy proletario o muy pop (también Mao Zedong fue motivo de varios cuadros de Andy Warhol), lo indudable es que Gabo, el futuro premio Nobel, estaba seguro de tener algo que contar y sabía cómo hacerlo. Cien años de soledad está ahí para todo el que quiera comprobar si aquel esfuerzo mereció la pena.
El atrevimiento, la desfachatez, la sapiencia, la necesidad, la envidia, cualquier excusa es posible para mantener en marcha ese motor vital que es la escritura creativa. Luego ya veremos si estamos ante el nuevo Borges o el más ingenioso redactor de listas de la compra. Que lo escrito se convierta en literatura es otra cuestión. Que el entretenimiento sea una forma de arte es algo aún más peliagudo. Temas para otros escritos.
Quien no tiene algo que decir no es consciente de su fortuna.
Lo difícil es contar.

miércoles, 13 de octubre de 2010

EN LA GARGANTA DEL SEDUCTOR


El atributo físico masculino con mayor capacidad para seducir a las mujeres es la voz, dicen las estadísticas. Lo que no aparece en esos datos es de qué hablan los conquistadores, algo que todos querríamos saber, hombres y mujeres, sobre todo por ver si tiene alguna importancia a la hora de conquistar las apetencias del prójimo o la prójima.
Reconozco que bebo más cerveza y disfruto más de los anuncios del fútbol desde que el grandísimo actor, anarquista, escritor, director Fernando Fernán Gómez puso su voz para enardecer la liga española de fútbol, y si tuviera que operarme de algo me pondría la voz de Tom Waits o del autor de “El viaje a ninguna parte”.
          Dicen los extranjeros que voceamos los españoles, que nuestra forma de hablar es ruidosa e hiriente para cualquier habitante de los bares. Y tal vez no se equivoquen. Queremos conquistar a la audiencia con nuestra voz, dominar la conversación, sentar cátedra, ser aceptados y reconocidos, respetados en sociedad.
La incertidumbre es dolorosa. Tendemos a rellenar los vacíos —sobre todo los seductores, claro— porque el silencio nos incomoda. Y así convertimos al que calla en el que otorga, el que esconde o el que es sabio.
El tertuliano es esa especie dominante de parlanchín que tiene gracia o sapiencia suficiente para hablar de cualquier tema durante el tiempo que haga falta y mantener sus afirmaciones, sean relevantes o sin sentido, ante otros de su misma calaña. El tertuliano puede hablar con solvencia de fútbol, de economía, de literatura, de la cesta de la compra o de las operaciones a corazón abierto. Un buen tertuliano nunca debe otorgar, siempre debe esconder y no nos importa si es sabio. Como decía Vittorio Gassman, no hace falta ser muy inteligente para saber actuar, el mayor imbécil puede ser un magnífico actor. Y a todos nos gusta una historia bien contada, sea realidad o ficción.
Si nuestro estado natural es la búsqueda del placer, sea este la estabilidad mental o el desenfreno carnal, la duda es un obstáculo, un hueco a rellenar, tal vez con palabras.
También las sociedades primitivas buscaban explicación a sus incógnitas, así nacieron los dioses, seductores sin voz propia.

miércoles, 6 de octubre de 2010

SUECA


El niño entra sin importarle lo que pueda estar haciendo su madre. Mamá, mamá, ¿qué es un homosexual? Pero, hijo, ¿no ves que estoy en el baño? Sal de aquí ahora mismo, ya hablaremos luego.
Para un niño de 7 años no existe el concepto de intimidad, o al menos no si es la referida a su propia madre. Aunque esa desaparición del terreno propio, esa disolución de la identidad que es la vida materna, no es lo que preocupa a la madre en ese momento. Necesita ganar tiempo. Se trata de un tema delicado. No es lo mismo explicar qué es un árbol caducifolio o un animal ovíparo, por poner ejemplos concretos, que abrir a los ojos del tierno infante un tema delicado que aún sigue siendo tabú para muchos adultos.
Estamos ante una mamá moderna, actualizada, versión 8.1. Lo primero que va a hacer es meterse en internet y buscar chats sobre el tema para consultar a los mejores especialistas, aunque es posible que esa “Doctora Marilín” sea en realidad un desconocido paquidermo de 50 años, poblada barba a lo Jiménez del Oso y sin ningún doctorado. Mejor buscar con Google, o en la Wikipedia; lo que sobra en la red es información, la cuestión es saber seleccionarla. ¿Pero esos testimonios son fidedignos? A saber quién habrá escrito esas patrañas. Mejor llamar por teléfono a una asociación de homosexuales oficial y hacer las consultas debidas. ¿Es adecuado abordar el tema a esta edad? ¿cómo se lo digo? ¿qué debo explicar?
El pánico que ha llenado el baño con mamá dentro no impide que vuelva a entrar el joven investigador. Venga, mamá, no te hagas la sueca. (De donde sacará este niño ese vocabulario). Eeeeh, oye, mamá, ¿homosexual y gay es lo mismo? Pues… sí. Ah, bueno, entonces no hace falta que me expliques nada. Pero... ¿quién te habló de eso?, pregunta mamá igualmente pasmada que aliviada. Uno de los mayores, en el patio, ya nos dijo todo lo que hay que saber de gays y fabianas.
Y mamá pudo al fin sentarse cómodamente, sonriente y libre —por unos preciosos minutos— de nuevos compromisos inesperados.
¿Acaso creen que han dejado de existir esas rutas espontáneas de información y aprendizaje que desde siempre han funcionado? Reyes Magos, homosexualidad, cromos repes... Toda cuestión es posible en el patio del colegio.

miércoles, 29 de septiembre de 2010

PIRATAS


Cogí el autobús y, después de unos cuantos transbordos, llegué a mi destino: la piratería. Tuve que atravesar España y toda África, pero qué es eso sino un breve crucero de placer para un curtido filibustero. Llegar al Cuerno de África fue pan comido, lo difícil vino después.
Yo había hecho mis deberes. Leí los libros de Stevenson, Salgari, Verne, Sabatini y compañía. Me aprendí de memoria todos los diálogos de Errol Flynn en El capitán Blood y El halcón del mar, estudié los movimientos gimnásticos de Burt Lancaster y su mudo compañero en El temible burlón, me contagié de todo el cinismo exhibido por Walter Matthau en Piratas de Roman Polanski y acabé por visitar Disneyland París para comprarme el disfraz que lleva Johnny Depp en Piratas del mar Caribe. Vamos, que llegué al Cuerno de África hecho un pincel mientras ponía mi voz más aguardentosa y gritaba por doquier que quería una botella de ron, mil millones de demonios, o los pasaba a todos por la quilla.
          Cuando me llevaron por fin ante los piratas modernos observé sus fusiles de asalto Kalashnikov AK-47, lanzagranadas RPG-7, explosivo plástico y demás fruslerías. Antes de que pudiera echar mano bajo mi encarnado fajín para sacar el trabuco, antes incluso de que pudiera imaginar que agarraba la empuñadura de mi alfanje de filo mellado en mil abordajes (a la nevera), ya me habían atado con una de esas agarraderas de plástico que utilizan ahora los ejércitos del mundo igualmente para inmovilizar a los cautivos o sujetar una cañería (ya ni siquiera unos dignos grilletes repiquetean al son del moderno prisionero). Luego utilizaron el correo electrónico para ponerse en contacto con sus socios en Londres —abogados y gente de ralea semejante— para decidir qué rescate iban a pedir por mi persona. Y aquí estamos, voto a tal.
          Esa imagen heroica del pirata, la que cantaba Espronceda “con diez cañones”, se la debemos a los románticos del XIX, hasta entonces los piratas eran delincuentes, quinquis de la peor calaña, como los que hoy vemos disparar a un pacífico barco de pescadores de atún. La literatura y el cine crearon héroes inolvidables, la realidad fue siempre y siempre será, otra.
Si quieren saber algunas verdades sobre aquellos piratas del XVII —Morgan, el Olonés y compañía—, lean el libro de Exquemelin, el médico de los piratas.

miércoles, 22 de septiembre de 2010

DELIRIOS CONVENIENTES


Como aquella señora que compartía mesa en un hotel de Benidorm y gritó entusiasmada a la llegada del camarero: ¡pulpo! ¡con lo que me gusta! y, mientras todos tomaban sus tenedores dispuestos a pinchar en la cazuelita compartida un pedacito de tentáculo, la señora cogió unas cuantas cucharadas de mayonesa y las vertió sobre el pulpo a feira. ¡Ay, qué rico!, decía, ante la mirada boquiabierta de los demás comensales.

Como aquella envidiable enajenada, decidió volverse loco mientras acababa de desayunar. En otras ocasiones se había planteado el mismo dilema, aunque más bien lo hacía sopesando si estaba desequilibrado y qué problemas supondría para él y sus seres cercanos esa circunstancia. Esta vez, por el contrario, tenía claro que quería ser un lunático. No un loco de atar, completamente descontrolado o medicado, enfermo, no, digamos suficientemente perturbado. ¿Cómo había llegado a semejantes conclusiones? ¿Hay razonamientos válidos que lleven a alguien a desear ser un enajenado? Pues claro, sólo depende de qué consideremos válido.
Hay frases disfrazadas de muletillas inofensivas que son en realidad cargas de profundidad, como por ejemplo: ¿A ti eso te parece normal? Cada uno de nosotros tiene muy claro lo que es normal, es de sentido común. Como el pulpo con mayonesa.
Le habían enseñado que debía tener una mentalidad abierta, comprender otros puntos de vista, aceptar nuevas costumbres. Por eso el desayunante, con una especial capacidad para la empatía, tenía la cabeza como un bombo. Su problema era que, de tanto aceptar puntos de vista ajenos, no sabía cuál era su propia esencia: todo era válido. Hasta que sus pensamientos flotaban entre incertidumbre, insomnio y ansiedad mientras los chiflados reconocidos tenían muy claro qué era lo normal, lo correcto y lo inaceptable. Y tan felices.
Necesitaba ser menos racional, aunque la sociedad bienpensante se riera a sus espaldas o en su cara. Lo difícil era razonar con sentida extravagancia.
La conveniencia de lo insensato, esa era la cuestión. Antes cogió un último bocado. ¿Sería normal desayunar 247 bizcochos? Pues claro.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

ALÉGRAME EL DÍA, INFRACTOR

Íbamos hacia el Oeste, hacía la ría del Eo, tan emocionados pensando en los chuletones y las playas que las señales de tráfico nos parecían chupachups. Para devolverme a la realidad apareció un representante del orden, un señor de verde, entrado en años, que me indicó muy amablemente mis excesos. Yo intenté explicar las inquietudes que me embargaban, la carne, la arena, el viento, la hipoteca, pero el amable agente, comprensivo y compañero de fatigas pero obligado por la ley, me tuvo que poner la multa correspondiente con gesto cariacontecido.
    En otra ocasión, recién parado el coche ante el portal para bajar las bolsas de la compra, llegó un representante de la ley, de azul esta vez, que se dirigió a mí como si estuviéramos en el instituto, quiero decir, con aires de matón o abusón de patio de colegio. Sólo le faltaba decir, como Harry el Sucio: vamos, alégrame el día. Pero después de la refriega verbal este Mike Hammer renacido me perdonó la vida y no hubo sanción, continuó su patrulla con gesto avinagrado gritándome que tenía todos mis datos y sabía quién era. Pero sin multa.
    Circula la teoría por los bares de que hay dos tipos de agentes y reacciones. Por un lado está el tipo educado, correcto, suave en las formas, que impelido por una fuerza mayor que no está en su mano —la ley— se ve obligado a ponerte en tu sitio: no es él (o ella) quien decide, la infracción es tuya, la pena ya ha sido impuesta. Te toca pagar. Por otro lado está el ser humano dentro de un uniforme, dominado por un mal día o por los problemas de rutina, que esgrime con fatiga su verbo y su actitud sabiéndose dueño de la situación. Con un poco de suerte, no hay multa.
    ¿Qué prefiere usted: trato correcto y monedero vacío o afrenta sin pérdida económica?
    Lo bueno de estas teorías nacidas en los bares es que siempre son discutibles, esa es su esencia original.
    El otro día eché en falta a un agente de la ley cuando salía de casa para llevar a mi hijo al colegio. Me encontré, a apenas diez metros del portal, con una caca de perro en mitad de la acera, tan reciente que aún humeaba en la fría mañana de invierno. Un poco más abajo, un señor se hacía el despistado mirando a los tejados y silbando mientras su perro le acompañaba. ¿Cómo demostrar el crimen sin haberle pillado in fraganti? ¿Llamaremos a la policía científica? ¿Llamaremos cerdo al dueño del perro? ¿Compraremos un caballo, o una vaca, para devolverle la pelota al señor cerdo en forma de deposición a la puerta de su casa? Orden, por favor.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

BICICLETA


Ya dijo Fernán Gómez que las bicicletas son para el verano. Por eso hoy he venido al parque a pegarme la riñonada correspondiente para enseñar a andar en bici a mi retoño, uno de esos placeres incuestionables que otorga la paternidad. Porque las ruedecillas de apoyo están bien para descubrir el pedaleo, pero para llegar al equilibrio funambulesco sobre dos ruedas, a la verdadera libertad del ciclista, nada sustituye al brazo protector que aferra el sillín y recompone el movimiento. No hay más que deslomarse un poco, sudar a chorros y resoplar ante los habitantes de las terrazas, con sus cañitas y sus aperitivos.
    En El libro de mis amigos, Henry Miller reserva el último capítulo para su favorito: una bicicleta. Es curioso que un hombre que vivió intensamente, y escribió de igual manera, tras hacer un repaso de sus amistades y contemplando la vida ya lejos del desenfreno y la reyerta filosófica, con la calma que traen los ochenta años cumplidos, acabe por darle a las dos ruedas ese privilegio. Es curioso pero también es lógico, porque el que pedalea se eleva un palmo del suelo, flota en un equilibrio cíclico, se aleja del mundo circundante lo suficiente para verlo pasar con detalle, aislado, Robinson, pero con la certeza de que sólo tiene que echar el pie a tierra para volver a casa. Y seguro que Miller supo disfrutar como pocos de esos momentos de descanso necesarios para un intelectual combativo.
    Una caída. No pasa nada, Induráin. ¿Quién es ese? Cómo que quién es ese, mil rayos y truenos, a ti qué te enseñan en el colegio.
    ¿Por qué ya no se utilizará la mercromina? Cuando los veranos eran interminables y cabalgábamos a lomos de nuestras Orbea, Bicicross BH, G.A.C., Torrot, las rodillas y los codos estaban llenos de aquella tinta roja que marcaba los pequeños errores de una vida intensamente despreocupada, probablemente feliz.
    Hay que usar el clásico truco: la confianza traicionada por una buena causa. Suelto mi juguete sobre dos ruedas y veo avanzar a un ciclista seguro de que una mano le sujetará cuando pierda el equilibrio. Y sin necesidad de ayuda se aleja, solo.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

ARTIMAÑAS EN LA COLA

La cola del paro no tiene hilo musical. La crisis ha llegado a tal punto de austeridad ejemplarizante que no podemos malgastar el erario estatal en semejante trivialidad. Pero esta limitación del arte expuesto al público tal vez se pueda explicar de otra manera. ¿Qué pasa si al compás de una de esas ligeras cancioncillas unos cuantos miembros de la cola empiezan a mover las caderas con estudiada coreografía? Contagiarían al resto de desesperados y toda la oficina se convertiría en un espectáculo musical incontrolable para los funcionarios organizadores. ¿Cómo darle número de orden a un señor que agita los pantalones por encima de su cabeza?
    La situación de los protagonistas de aquella película titulada Full Monty era verdaderamente dramática, muy dura. Pero ese fondo doloroso se olvida durante unos momentos gracias a una serie de situaciones cómicas, empezando por el momento en que los desempleados deciden que su alternativa es convertirse en “boys”. Probablemente la escena más famosa es esa en la que están todos haciendo cola en la oficina de empleo —hombres corrientes, con sus vaqueros gastados por el uso y trajes que nunca estuvieron de moda —,  entonces suena la música y en el momento adecuado todos ellos hacen a un tiempo su movimiento sexy.
    ¿No recuerdan ustedes eso cuando están esperando ante la ventanilla del banco, o de Tráfico, o del Ayuntamiento, justo antes de pagar la multa? ¿No es esa una cualidad de las obras de arte? La fórmula que les permite llegar a formar parte de nosotros, de nuestras perspectivas más íntimas de la realidad.
    Como cuando distinguimos a través de la cortina de la ducha una sombra amorfa que se acerca y por un momento dudamos si será un psicópata travestido y con peluca. Y, sin salir del baño, quién pondría en duda al mirar en el espejo y ver todo el universo cotidiano reflejado menos su propia persona, que se ha convertido en vampiro. O ese deseo feroz, vertiginoso, ante el paso del tiempo y sus marcas, ante los rasgos de una vida consumiéndose que van profundizando la carne reflejada… ¿quién no deseó tener un cuadro en el trastero que fuera envileciéndose por nosotros, como El retrato de Dorian Gray?
    El hilo musical de Hitchcock, Wilde, Stoker, Kafka…
    Sí, señor Samsa, porque ¿quién no se ha despertado alguna vez sintiéndose como un bicho?


LECTURAS EN EL VÁTER

Fui víctima de uno de esos virus primaverales que te dejan postrado durante unos días, conversando largo y tendido —más bien sentado— con Winston Churchill (ya saben, W.C., el inodoro, el retrete, la taza, la letrina, el váter). Recordé entonces una de esas ideas geniales que tenemos en la infancia: el higienicómic. Seguro que no es un concepto original, pero para mí era el fruto de mi inspiración. Muy simple, se trataba de hacer un cómic por entregas en los rollos de papel higiénico.
Me comprenderán los lectores empedernidos.
¿Cuántos de ustedes se saben de memoria los componentes de un champú o una crema, o los efectos secundarios de un medicamento? ¿Por qué conocemos términos tan variopintos en otros idiomas (que loción en portugués se dice loção, por ejemplo)? Pues sí, porque somos unos viciosos de la letra escrita y en cuanto nos pasamos unos minutos parados, aunque sea a la hora de realizar esta labor de vital trascendencia, necesitamos algo que llevarnos al cuerpo para controlar el mono y leemos cualquier cosa que tengamos a mano, sean etiquetas de cosméticos, prospectos médicos o marcas de colonia.
Hay gente muy previsora que tiene un revistero al lado del váter, yo lo he visto; allí van almacenando por igual folletos de propaganda, trípticos informativos y la prensa más variopinta. Algunos incluso tienen su pequeña librería en el baño, al alcance desde este pequeño trono. Podríamos hacernos esta pregunta: ¿qué libros se llevaría usted a la letrina?
Continuando por esa línea llegaríamos a obrar vigorosos ensayos sobre este tema, conjeturando lecturas laxantes o astringentes. Lo peor de todo sería la clasificación de autores, dónde colocar a Cela o a Richard Ford, quién es el diarreico de la generación perdida, etc.
            Pero si hay alguien con clase para estas labores del día a día, alguien que le dio la importancia merecida a las necesidades humanas y el arte, ese fue Napoleón, que colocó el cuadro más famoso del mundo, la Gioconda de Leonardo Da Vinci, frente a su retrete. “Comprendiendo un momento de la vida de un hombre, podemos comprender toda su vida”, dijo Emerson. Seguro que la Mona Lisa le tocaba la fibra sensible. Cómo no plantearse la conquista del mundo.