miércoles, 15 de diciembre de 2010

EL GRITO

Me desperté con un sobresalto y aparté el libro que se había dormido sobre mi pecho con una sensación de angustia nacida en los sueños pero aún pataleante en la vida consciente, arrastrándose por mi cabeza como barro informe y dispuesto a bullir con una forma determinada si era capaz de encauzar mis pensamientos y darle forma concreta a su naturaleza maleable. No era algo que tuviera que ver con el libro, era un viejo compañero bien conocido y releído, así que lo volví a colocar en la mesita con otros amigos de papel siempre dispuestos al reencuentro.
Me froté los ojos con la delicadeza, intensidad y meticulosidad del criminal profesional hasta que no me quedaron huellas posibles en la mirada y contemplé como cada mañana El grito de Edvard Munch, una vieja reproducción sobre la pared azul que intenta imitar el color del cielo, el exterior. Me pregunté, como siempre, si las manos que rodean el rostro calavérico sujetan las mejillas vibrantes del ser que grita al espectador o se posan sobre las orejas para intentar tapar el sonido interminable de esa boca abierta para el aullido eterno.
Cerré los ojos para oír mejor. Los sonidos de la calle que llegaban por la ventana anunciaban lluvia, tráfico, coches. Imaginé la intimidad del conductor disfrutando de la radio, o de los pasajeros del taxi, los viajeros del autobús, sus vidas posibles... No, es imposible ponerle término a algo desconocido con el planteamiento de un universo que, por minucioso y dilatado, llega a ser infinito. Tenía que levantarme.
Fue al ponerme las zapatillas cuando recordé el pálpito, por fin. Era una conversación con un amigo que decía aquello de Oscar Wilde: no midas a un hombre por sus amistades sino por sus enemigos.
Ya, sí, pero ¿quién es mi enemigo? ¿Y por qué voy a querer ser medido?
Y por qué tener enemigos, me preguntaba ya fuera de la cama, bostezando con toda la extensión posible de mi mandíbula batiente. Para qué una guerra. Levantarse con el deseo de que el día acabe pronto para poder volver a la cama es ya una forma de entregar las armas y sumirse en la rendición incondicional. Decía Cervantes que la memoria era la enemiga mortal de su descanso.
¿Dónde hallará descanso el hombre que huye de su propio demonio?

Publicado en El Comercio

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