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miércoles, 10 de octubre de 2012

DEMOCRACIA 1984

No es el ciudadano medio el que debe ser vigilado en todas sus acciones —para controlar los desmanes están las fuerzas del orden—, son las personas que gestionan los intereses de todos los ciudadanos, los cargos políticos, los que no deben tener intimidad. Para eso han sido elegidos por el público.
La percepción del mundo de Eric Arthur Blair (más conocido como George Orwell) cuando escribió su novela 1984 no fue del todo certera en sus previsiones, sin embargo la sátira que basaba una perspectiva del futuro en el triunfo de regímenes totalitarios dio para una de las obras fundamentales de la ficción distópica. Los que sin duda no se equivocaron son aquellos que usaron parte de las ideas de la obra de Orwell para un programa televisivo de tremendo éxito: Gran Hermano. La televisión ha demostrado una vez más que la ficción más alucinante puede ser una realidad.
Hasta ahora, la idea de un ojo que todo lo ve aplicada a la orwelliana sociedad actual ha dado para rellenar horas y horas de emisiones televisivas, siguiendo las evoluciones de seres humanos seleccionados para dar el cante, peleándose por comida o tabaco o sexo, elevando la idiocia o el analfabetismo a pedestales nunca vistos. Pero, ¿por qué quedarse en ese uso lúdico ante un arma tan potente? La gestión transparente de los políticos es posible.
Ahora que algunos se sienten ofendidos y reclaman su presunción de inocencia, y empiezan a quejarse de que no se puede meter a todos en el mismo saco, es el momento de un gran hermano de los dirigentes, seguidos por las cámaras a todas horas. Técnicamente la posibilidad está ahí. Todas sus conversaciones, gestiones, movimientos, cambios de chaqueta y pantalón, chateos (virtuales y con vaso), “edredonings” o empujones para coger la mejor tajada... 24 horas al día en su canal favorito: Teledemocracia, la transparencia al poder.
Sí, claro el derecho a la intimidad, me dirán. Tal vez en el baño, y poco más. Todo ello gestionado por decreto. Es muy sencillo, si no está dispuesto a someterse a este seguimiento en todo momento no entre en política, oiga. 

Publicado en El Comercio 

miércoles, 29 de septiembre de 2010

PIRATAS


Cogí el autobús y, después de unos cuantos transbordos, llegué a mi destino: la piratería. Tuve que atravesar España y toda África, pero qué es eso sino un breve crucero de placer para un curtido filibustero. Llegar al Cuerno de África fue pan comido, lo difícil vino después.
Yo había hecho mis deberes. Leí los libros de Stevenson, Salgari, Verne, Sabatini y compañía. Me aprendí de memoria todos los diálogos de Errol Flynn en El capitán Blood y El halcón del mar, estudié los movimientos gimnásticos de Burt Lancaster y su mudo compañero en El temible burlón, me contagié de todo el cinismo exhibido por Walter Matthau en Piratas de Roman Polanski y acabé por visitar Disneyland París para comprarme el disfraz que lleva Johnny Depp en Piratas del mar Caribe. Vamos, que llegué al Cuerno de África hecho un pincel mientras ponía mi voz más aguardentosa y gritaba por doquier que quería una botella de ron, mil millones de demonios, o los pasaba a todos por la quilla.
          Cuando me llevaron por fin ante los piratas modernos observé sus fusiles de asalto Kalashnikov AK-47, lanzagranadas RPG-7, explosivo plástico y demás fruslerías. Antes de que pudiera echar mano bajo mi encarnado fajín para sacar el trabuco, antes incluso de que pudiera imaginar que agarraba la empuñadura de mi alfanje de filo mellado en mil abordajes (a la nevera), ya me habían atado con una de esas agarraderas de plástico que utilizan ahora los ejércitos del mundo igualmente para inmovilizar a los cautivos o sujetar una cañería (ya ni siquiera unos dignos grilletes repiquetean al son del moderno prisionero). Luego utilizaron el correo electrónico para ponerse en contacto con sus socios en Londres —abogados y gente de ralea semejante— para decidir qué rescate iban a pedir por mi persona. Y aquí estamos, voto a tal.
          Esa imagen heroica del pirata, la que cantaba Espronceda “con diez cañones”, se la debemos a los románticos del XIX, hasta entonces los piratas eran delincuentes, quinquis de la peor calaña, como los que hoy vemos disparar a un pacífico barco de pescadores de atún. La literatura y el cine crearon héroes inolvidables, la realidad fue siempre y siempre será, otra.
Si quieren saber algunas verdades sobre aquellos piratas del XVII —Morgan, el Olonés y compañía—, lean el libro de Exquemelin, el médico de los piratas.