miércoles, 28 de diciembre de 2011

ARTISTAS



Mamá, quiero ser artista.
Pues claro, hija. Lo que tú quieras. Y fíjate, no me parece tan importante que hayas tomado esa decisión como el hecho de que al fin lo hayas hecho. La incertidumbre es lo peor para un cerebro inquieto como el tuyo. Y ahora dime por qué.
      Porque tengo los ojos abiertos, no estoy ciega, y mire donde mire no hago más que ver mediocridad, clichés repetidos una y otra vez, siempre los mismos con las mismas cosas, carentes ya no digo de genio, que de eso ya no queda nada, es que no hay un mínimo de talento creador, alternativo de verdad, resulta todo tan vulgar y aburrido que apetece dar lecciones, ponerlos a todos en su sitio, que es la masa, porque es lógico que los artistas quieran destacar, al fin y al cabo también yo necesito distinguirme entre los demás, diferenciarme para reconocerme, y que me reconozcan, porque es que no tienen ni idea, y yo tengo algo especial y lo voy a demostrar. Van a saber quién soy yo.
     Pues claro, hija. Y dime, ¿en qué campo vas a revolucionar el mundo de las artes? ¿Extraerás de enormes bloques de mármol caballos rampantes que ya estaban dentro, tan sólo apartando con escoplo y cincel la materia sobrante? ¿Vibrarán tus cuerdas vocales en los mejores teatros de Europa a mayor gloria de Verdi y Puccini? ¿O serán pinceles, brochas y carboncillos los que acompañarán tus trazos diestros sobre lienzos y otras superficies blancas? ¿Abstracta o figurativa? ¿O no será la pintura en tu caso? ¿La gran novela del siglo XXI está esperando para salir de las teclas de tu Olivetti? ¿La poesía? ¿El drama? ¿La interpretación, tal vez? ¿Seguirás el método Stanislavski o tendrá más expresividad un sólo movimiento de tus cejas que toda la gama de inflexiones verbales de Laurence Olivier? Ah, no, ya sé, la danza, ¿verdad?
     Pero qué dices de Puccini, ni Stanislavski, ni cincel abstracto... Mamá, que yo quiero ser artista, salir en la tele y ser famosa.
      Pues claro, hija.
      ¿Y quién es ese Olivetti?
      Pues claro, hija.

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miércoles, 21 de diciembre de 2011

ARTE DE COCINA


Me contaba una cocinera cómo había ido su cursillo de cocina para hombres. En la primera lección, preparando tortilla de patata, fue explicando paso a paso los distintos procesos: pelar y picar, poner aceite en la sartén, batir huevos, etc. Todo parecía controlado hasta que, llegados al momento en que las patatas estaban friéndose, dijo que se apartaban del fuego y se escurrían “cuando estén hechas”.
       Ya empezamos, dijo uno de los aprendices. A mí no me digas “cuando ya estén”, háblame de algo concreto: cuántos minutos, qué nivel de fuego, cuántos mililitros... Si tengo que saber cuándo están ya hechas las patatas ¿para qué vengo aquí?
        La mayoría de los participantes estaban de acuerdo con aquella apreciación, pero la cocinera también tenía una respuesta preparada.
        El problema es que hay distintas clases de patata, pueden estar picadas en diferentes tamaños, en recipientes variados y con diversidad de mandos de cocina, lo que intentamos es hacer una muestra que pueda servir para casi cualquier situación. Una comparación: cuando vas conduciendo el coche en segunda y puedes oír el motor muy revolucionado, seguro que puedes afirmar, por el sonido, que el coche “pide cambiar a tercera”, ¿verdad? Pues yo puedo reconocer por el sonido crepitante del aceite cuándo están hechas las patatas.
        Desde luego el cursillo debió ser de lo más jugoso, aunque lo interesante de esta anécdota es el debate de fondo: ¿la cocina es un arte o una ciencia?
        En su Arte de cocina, pastelería, vizcochería y conservería, publicado en 1611, el Cocinero Real Francisco Martínez Montiño se esmeró en definir con precisión de científico no sólo sus recetas (para las que a veces toma como medida objetos de uso cotidiano, véanse las tortillas de borrajas “cada una del tamaño de un as de oros”), sino también normas de protocolo en los banquetes, forma de administrar una cocina, selección de personal, etc. Quedan joyas como esa recomendación al elegir oficiales de cocina: que presuman de galanes, que con eso andarán limpios y lo serán en su oficio.
        ¿Oficio, arte o ciencia?

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miércoles, 14 de diciembre de 2011

SOMOS DOS


Lo vi por primera vez hace unos años, un hombre todo de negro con capa, bastón y sombrero de copa. Estaba a punto de llamar la atención de mis compañeros de terraza veraniega sobre aquel curioso viandante cuando el hombre se volvió para mirarme. No tuve más remedio que seguir tomando el aperitivo sin decir nada de aquella aparición.
        Ese mismo verano, a media tarde en la playa de San Lorenzo, fuimos a uno de los puestos de helados que hay en el paseo. Justo al lado estaba un tipo con su gabardina a lo Bogart y el sombrero entornado tapándole los ojos, fumaba y mostraba cierta mueca de sorna mientras nos observaba elegir entre tanto cono, polo, corte y tarrina. De lejos pensé que podía ser un hombre anuncio de la Semana Negra, pero hacía ya casi un mes que había pasado, y al acercarme pude ver sus rasgos con claridad. Otra vez. No podía ser. Aquella gabardina con el calor que hacía, y la cara...
        Oye, le dije a un niño, ¿si tú fueras ese señor de la gabardina qué helado pedirías?
        ¿Qué señor de gabardina? Yo quiero un Batiscafo de fresa.
        Ese que tiene sombrero y está fumando, ¿no lo ves?
        El niño miró otra vez donde le señalaba, luego me dijo: has estado demasiado tiempo al sol, tú sí que necesitas un sombrero, quiero un Batiscafo de fresa.
        Mientras los gritos de los niños se alejaban camino de las toallas me acerqué a él, sabiendo por primera vez que sólo yo podía verle, y conocía perfectamente sus rasgos: eran los míos.
        En la literatura, Don Quijote y Sancho abrieron un camino que siguieron entre otros Holmes y Watson, pero sobre todo, a la hora de mostrar esa dualidad humana, depurando los rasgos hasta polarizarlos en dos individuos diferentes, tenemos que hablar de Jekyll y Hyde: un solo hombre dividido en partes opuestas.
        ¿Estaba ante mi sombra, como en el oscuro cuento del más sombrío Andersen? ¿Era mi Doppelgänger, un fantasmagórico otro yo? ¿Quién era yo y ello? Porque esa era la primera duda: ¿era el virtuoso Jekyll o el infame Hyde el que me miraba socarrón?
        Esto fue hace tiempo. Ahora, tras años de costumbre, ya casi no hay hueco para la duda.

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miércoles, 7 de diciembre de 2011

VENTANA CIEGA


Los ruidos de la bolera suben hasta esta ventana ciega, primero se oyen los golpes de la bola contra los palos y poco después la voz metálica de la megafonía que anuncia la puntuación. Lo interesante, claro está, es imaginar ese momento previo en que la bola ha sido lanzada y surca el aire con precisa parábola y vuelo en espiral, porque ese gesto sin sonido no llega de fuera, hay que sacarlo de dentro, visualizarlo como imagen sensorial. A veces, tras todas estas tardes disfrutando de ese campeonato de oídas, he conseguido ver con toda nitidez el lanzamiento, de forma que el impacto sonoro coincidía exactamente con el momento en que mi bola mental chocaba contra el bolo y resonaba seca la madera, la de verdad, diez pisos más abajo. Sí, algunas veces han coincidido ensueño y materia.
        Tampoco soy capaz de entender con claridad las voces que resuenan a través de la megafonía. Supongo que dirá tres, siete, lanza Paco... cosas así. Pero a veces son frases más largas. Tal vez no diga cuatro, sino charco, o parco. Pies, o fe, y no tres. En lugar de decir cuatro, treinta y nueve a cuarenta y cuatro, farfullará algo como palpo en sendas nieves alto pelagatos. Es posible que sea un rapsoda improvisando o una especie de humorista evidentemente incomprendido, porque desde luego no parece que el público aplauda su ingenio. Imagino que soy su único espectador en ese sentido, los que están ahí abajo -donde yo no puedo ver- sólo le entienden números, cifras, datos precisos, pero como aquí llega todo de una forma tan imprecisa tengo que rellenarlo de alguna manera, y creo que la opción de un aventurero de la palabra ante esa actividad con reglas muy delimitadas como es un deporte, es mucho más vibrante y ensordecedora para mi cabeza demasiado hueca a estas alturas, demasiado expuesta a rellenarse de sonidos aún más extraños y peligrosos que los llegados de fuera, raros, imprecisos, tergiversados, pero externos al menos, que no es poco.
        No son más que ejercicios de bisagras para pequeñas puertas de la percepción, como diría un William Blake ferretero. Qué puedes ver por una ventana ciega.

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miércoles, 30 de noviembre de 2011

LOBOS


Una de estas mañanas de primavera acompañé a mi viejo amigo Raimundo Caracol para echar una ojeada al trabajo que estaban haciendo los mejores artesanos de la madera con el arcón de castaño que había encargado para su residencia de otoño. Sorpresa, nos dijeron que ya estaba. Lo trajeron, lo miramos, le dimos el visto bueno y preguntó Raimundo los dineros que se debían por la magnífica pieza.
¿Tienes el coche cerca? Pues, nada. Llévatelo ahora y ya vendrás a pagar otro día.
Así lo hicimos, en unos minutos ya estábamos en ruta por la A-66 como unos renovados Rolling Stones con la sangre recién cambiada en una secreta clínica suiza y el Arca de la Alianza en el maletero. Pero, a pesar de la música sesentera que sonaba tan gloriosa en el monovolumen de moda, no pude dejar de fijarme en el gesto de disgusto que tenía Raimundo al fumar su habano mientras conducía. Como no soy de los que hacen cháchara para rellenar vacíos finalmente confesó su malestar:
No hay nada que más me fastidie que me tomen por bueno.
Y uno no puede hacer más que quitarse el sombrero ante esta impúdica exhibición de las capacidades humanas, sean muestras de debilidad, poder, maldad, bondad, confianza o picardía. No hay que hacer nada más que estar cerca de un sabio renacentista para recibir lecciones de cosas con cualquier simple frase.
Thomas Hobbes, el filósofo inglés que afirmaba que el hombre es un lobo para el hombre, no podría tener una estampa más viva de su famoso enunciado que este nuestro Raimundo Caracol cuando se siente despechado porque no se tiene en cuenta su capacidad para ser malo, como todo ser humano, mientras maneja con desgana el volante de su coche.
¿Es que tiene cara de bueno? ¿Es que ha encargado algo tan maravilloso que sólo el hecho de hacerlo es suficiente pago? ¿Es que nadie que no tenga suficiente dinero encarga un trabajo tan caro?
¿Qué puede hacer creer a una persona que ha dedicado horas de su vida a este trabajo especializado que un desconocido va a compensar económicamente sus esfuerzos?
Será que no todos somos lobos, digo mientras fumo mi habano de contrabando.

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miércoles, 23 de noviembre de 2011

PALABROTAS


Sin entrar en detalles, digamos que estaba en manos de un médico que debía hacer su labor y no disponía de anestesia, me dijo con claridad que habitualmente era necesaria y me preguntó si aún así quería que interviniese. Dije que sí. Mientras acercaba el bisturí yo no podía dejar de pensar en el minúsculo acero afilado que tiene esa herramienta, pero también me preguntaba cómo iba a reaccionar ante el dolor. ¿Me mordería la lengua, gritaría como un cerdo en San Martín? Pronto lo sabría.
       Lancé una sarta de blasfemias que no creía posibles en mi boca. Aquella conversación entre un par de mineros que contemplé en el tren de regreso de la Pola, adornada con tres tacos en cada oración, eran frases elegantes y elaboradas ante mis gritos de dolor, que se centraban en Dios, su madre y todos los santos. No soy muy dado a los tacos, pero cuando las cosas se tuercen todos soltamos por la boca los sapos y culebras que nos quiebran por dentro.
        También está ese profesor de filología que en medio de la refriega más aberrante grita fuera de sí: ¡árbitro, demagogo! Tal vez algunos esperan que, ante el error evidente del árbitro que perjudica a nuestro equipo, ese señor grite: voy a excretar sobre tu prostituta progenitora. Pero no es lo mismo la exclamación que el insulto.
        Inmoral o incompetente son auténticos insultos, como demagogo: mencionan con claridad un defecto propio del atañido. La profesión o aficiones sexuales de la madre (hijo puta), o las del propio insultado (maricón, tortillera, lameculos), sus condiciones físicas (gorda, calvorota) o familiares (cabrón), considerados como insulto, no son más que una cuestión cultural de la que pueden participar los dos interfectos o no. Si decidiéramos que ser político es lo más bajo que se puede caer en nuestra sociedad, podría formar parte de nuestra cultura el insulto hijo de político. Pero la cultura es tan nuestra como el ombligo. Nos sentimos más violentos con estos absurdos del lenguaje, y ese tipo capaz de ejercer toda su violencia verbal de manera tan medida nos parece un bicho raro. Perdonen los bichos.

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miércoles, 16 de noviembre de 2011

TRES PUNTOS

Cervezas, patatas, encurtidos de colores y una pantalla donde predomina el verde: el entorno de la reunión de amigos para un partido de fútbol no podía ser mejor, habiendo sofá para todos, hasta que llegó el primer gol y empezamos a gritar. Una vez más fue nuestro Raimundo Caracol el que llevaría la situación al extremo para convertir el piscolabis futbolero en un baño de sangre. Se levantó del sofá, saltó por encima de la mesa con un gesto que resultaba espeluznante, sobre todo para el anfitrión que vio su mesa partida en dos, y corrió por el pasillo (potopón, potopón, 134 kilos gritando GOOOOO...) para lanzarse al final de su galopada a una caída de rodillas, con la intención de deslizarse hasta un imaginario banderín de corner y brindar a la grada su extraordinario lance. Por desgracia, sus rodillas no resbalaron sobre el parqué, hicieron de freno y cuña para proyectar su cráneo privilegiado —como decía Antonio Orejudo de Ortega y Gasset, en su fabulosa novela— y la cabeza de nuestro Raimundo se incrustó en el radiador. !Gooo...!, todavía gritaba cuando hizo !clonc! para apagar nuestros gritos con un silencio temeroso. Regresó al sofá sangrando profusamente por el cuero cabelludo.
         Insistíamos en ir a Urgencias, pero el humanista Caracol dijo que no era nada, ofreció agresiones físicas a quien volviera a mencionar el tema y pidió una toalla para presenciar con un solemne turbante de rizo americano el resto del partido. Civilizadamente, hecha la faena por nuestro equipo, nos fuimos a Urgencias, donde la herida de Raimundo era una nota de distinción entre tanto coma etílico de adolescente incontrolado.
          Recordándole allí, sereno como un juez con su turbante casi rosa, es imposible no admirar de alguna manera esa entrega, esa pasión por lo que sientes propio hasta la enajenación, y hasta dónde te puede llevar.
          Cuando al fin le atendieron salió sonriente con un aparatoso vendaje a modo de casco. Preguntamos las complicaciones, ¿habrá que amputar?, ¿ya está redactado el testamento?
          Nada, tres puntos... Lo que necesitábamos. Hala vamos tomar una cerveza.


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miércoles, 9 de noviembre de 2011

TRANSPORTES


¡A tres euros de aquí, en dirección a los Campos Elíseos!, le grité al taxista. El hombre se rió un rato de mi chorrada y a pesar de los números del taxímetro que excedían en mucho mi escaso dinero me dejó al lado de esa cafetería que daba pinchos a troche y moche a todo trasnochador ovetense con hambre. Allí estarían los amigos perdidos por un momento de pasión.
          Los taxis forman parte de cualquier aventura ciudadana que se precie, dijo aquel productor de películas. Cuántas escenas de cine se han rodado en supuestos taxis: los protagonistas en ciernes de ser amantes o dejar su relación, los hombres de negocios a punto de resolver su discrepancia de malvadas maneras, ese recién llegado a la ciudad que se queda tonto con todo el paseo que le dan para llegar al hotel.
           Es fácil pensar que la realidad y la ficción son cercanas cuando te sientas en un taxi. Es inevitable pensar cuando viajas en un transporte público en las vidas ajenas, los que te rodean, los que han ocupado tu asiento. Pero un taxi es algo más personal.
           Cuando Paul Schrader, el guionista de Taxi driver, concibió a un personaje que perdía por completo los papeles de la rifa de los hombres equilibrados no podía pensar en un conductor de autobús, de tren o de avión. El contacto directo inevitablemente variopinto de un conductor de taxi nocturno en Nueva York era la madeja de su historia.
           No somos más que personajes en movimiento cuando cogemos un taxi, un tren o un avión, como aquel pensador maldito que rompió su vaso contra el asfalto y exigía del conductor una complicidad televisiva, o la señora del más alto cargo del comité olímpico internacional que dejaba caer sobre la moqueta su abrigo de visón y permitía que su criada se dirigiera a las azafatas para decirles que la señora de … no hablaba con el servicio.
           El tren es sin duda el mejor de los transportes públicos para la literatura. 

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miércoles, 2 de noviembre de 2011

CONSTANTE CONDÓN


No sé si era para una final de fútbol, carrera de coches o de motos, el caso es que nos juntamos media docena de recientes cuarentañeros de sexo masculino para desplazarnos al evento y disfrutar un par de días lejos de casa ajenos a las responsabilidades de esta segunda juventud.
Estábamos a punto de presenciar el evento cuando Lucio descubrió que su mujer le había puesto un preservativo en un bolsillo del pantalón. Lo descubrió al sentarse. Al menos eso dijo, aunque yo creo que ya lo sabía y quería compartirlo, a ver qué le decíamos. Eligió mal momento, porque con tanto ruido era imposible.
Lo primero que puedes pensar es qué mujer tan liberal, esto es una clara invitación al adulterio, a echar una cana al aire ya que te vas de viaje con los amigos a disfrutar del deporte en directo. Y si hay ganas las oportunidades aparecen de cualquier manera, se encuentran o se buscan, no hay problema.
Una idea más conservadora es el preservativo como protección por lo que pueda acontecer. Enfermedades de transmisión sexual o hijos no deseados son un riesgo a evitar. No se pone en tela de juicio la fidelidad, eso no preocupa tanto como las posibilidades de algo que de alguna manera se puede controlar.
Otra opción —que de alguna torcida manera me recuerda la lectura de La infancia de un jefe, de Sartre— es más enrevesada y podríamos titularla: Condón llamado Pepito el Grillo, con el subtítulo: la voz de la conciencia marital ante la oportunidad sexual. La estrategia no es tan complicada en principio: te pongo el preservativo en el bolsillo y si no vuelves con él es que algo pasó. Pero vamos a la parte compleja: tal vez se dé la circunstancia en que venga al caso utilizar el preservativo (ese arma latente en tu bolsillo). ¿Si eso ocurre no vas a recordar de dónde viene? ¿quién te lo ha puesto ahí? ¿qué responsabilidad se te supone?
Lo indudable es la madurez de ese acto. Sea por consciencia de las debilidades humanas, precaución ante lo que pueda ocurrir o maquiavélica presencia, me quito el sombrero ante esta mujer.
Pero calla, que empieza el ruido...

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miércoles, 26 de octubre de 2011

OTRO GOL


La pasión es necesaria: ese descontrol del sentimiento tiene que aflorar de alguna manera y, como somos animales humanos criados en un entorno social, vamos al fútbol; no siendo más que un espectador ante un partido es fácil perder los papeles, todos lo hacemos y nadie lo tiene en cuenta. No estamos sudando la camiseta, ni rompiéndonos las piernas contra otros chavales que viven del mismo negocio aunque sean por unos momentos el enemigo. Estamos sintiendo los colores desde la grada.
Todo está perfectamente establecido: silbamos o insultamos al contrario según capacidades, arengamos a los nuestros con los cánticos correspondientes aún dudando de su absurda rima, miramos el marcador atentos a resultados ajenos por si tenemos algo que celebrar, insultamos al árbitro y sus ayudantes como es debido, aplaudimos o abucheamos a los jugadores que cambian campo y banquillo mientras hacemos conjeturas sobre su posición y consagramos o condenamos al entrenador, celebramos los goles o nos abrazamos con euforia a desconocidos si la situación se había puesto tan tensa que nadie sabía dónde estaba su lugar, silbamos al palco, al entrenador... Vivimos, con pasión, un partido de fútbol en el campo, una de las situaciones más placenteras que se pueden disfrutar. Como oír un gran concierto, saborear el mejor cocido o ese que disfruta paseando con la ropa más elegante.
Es entonces cuando el hombre más indolente, ese señor discreto y tranquilo —no está claro si tímido o dicharachero— se convierte en Mister Hyde, se revela su Señor Oculto y sorprende a los que estamos cerca con gritos un poco más desalmados que los nuestros. Es evidente que somos muchos los que descargamos tensiones con el fútbol, sea por rabia existencial, estrés, hormonas desatadas, influencia mediática o aburrimiento de todo lo demás.
Olvidaremos nuestros miedos y dedicaremos todo nuestro sentimiento al partido, lo echaremos por la boca, gritaremos con todas nuestras fuerzas sin que eso sea algo fuera de lo habitual, tan sólo uno más. Todo por la boca gritando el gol necesario para vivir una semana más.

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miércoles, 19 de octubre de 2011

PRINCIPIOS


Llamadme Ismael, ¿alguien sabe qué libro empieza con esa frase?, dijo el profesor de Sociales de sexto; era el primer curso en el que teníamos un maestro para cada asignatura así que estábamos todos un poco desconcertados. Levanté el dedo y también lo hizo mi nuevo compañero de pupitre. Ese fue el comienzo de una gran amistad. En el instituto llamábamos Moby Dick a monstruos marinos más inquietantes, no creo que ninguno recordase en aquellos tiempos de hormonas descontroladas la novela de Melville.
No son los compañeros de copas, de trabajo, de aventura, eso no forma parte de lo establecido, son los amigos los que no deben darte la palmadita en la espalda cuando lo que te conviene es un buen sopapo, una frase bien definida para ponerte en tu sitio.
              Celebrando la amistad y haciendo honor a sus comentarios, debo dar unas explicaciones fundamentales que a mi juicio parecen obviedades.
Trampas y cartones no es una columna de opinión. En este periódico y en todos los que circulan encontrarán columnas de opinión —con las que pueden disfrutar, compartir, aprender, discernir e ilustrarse en general— escritas por personas capacitadas para eso: mostrar una opinión bien contrastada (o no) sobre determinados temas de actualidad.
Aunque a veces se traicione, el objetivo de esta columna es reflejar la realidad y apuntar sobre determinados momentos o situaciones que pueden provocar en el lector pensamientos críticos, cuestionar su entorno más cercano. Gran parte de las columnas están escritas en primera persona, porque esa forma de contar las cosas estrecha la relación autor-texto-lector, y lo sentimos más real.

Piensen en un escritor de novela histórica: ¿era el finlandés Mika Waltari un egipcio del siglo XIV antes de Cristo?
Ese que firma y sale arriba en la foto no es más que un monigote que pone la cara. El que vive realidades verosímiles, el que le da vueltas a las situaciones y las palabras para meterse en lo más íntimo del que lee y hurgar en sus principios, soy yo: el autor. Y vivo dentro de ese tipo, aunque soy otro. Y tengo opiniones, pero me las callo...

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miércoles, 12 de octubre de 2011

MY TAILOR IS RICH


No me extraña que algunos niños afirmen con los ojos como platos que su programa favorito de la tele son los anuncios. Condensar en unos segundos un mensaje concreto, cargado de información dirigida a un público determinado con la intención de moverlo a acciones de consumo, es algo que los publicistas han llegado a convertir en arte.
Lo que no entiendo es a qué vienen esas frases en inglés. Como ese en el que dicen la marca del coche y luego, en inglés: mueve tu mente. O te invitan a pimplar ron —invitan en el sentido de incitar a consumir; la pasta la pones tú, of course1— y luego te sueltan no sé qué en la lengua de Shakespeare. Está claro que quedan mucho mejor esas frases que, por incomprensibles, pasean discretamente ante nuestros ojos mensajes descabellados. Ropa auténtica de la gente salvaje, leemos (en anglo, naturalmente) en el elegante polo de ese señor mayor, mientras juega al dominó.
Parece que lo dicho en otro idioma, por absurdo que sea, es más fascinante. Como aquella chica que sonreía inocentemente vestida con una camiseta rosa en la que se leía, bajo el dibujo de un gatito: a las chicas calientes les gusta el rosa. Y más de uno, aún no sabiendo inglés, pudo comprobar que la chica era más bien fría, distante, ajena al paso del tiempo, carpe diem2 no estaba entre sus principios vitales. Más de un estudiante de intercambio se rindió ante ella defraudado. Chaise3, decía en teutón un Erasmus.
Todo esto puede resumirse en unos segundos como hicieron en un anuncio de no sé qué país nórdico —je ne se pás4— en el que toda una familia subía al coche (padre y madre delante, niño y niña detrás) y conectaban la radio para oír una canción que acompañaban con agradables sonrisas familiares mientras empezaban su viaje. Los subtítulos que traducían la canción eran una serie interminable de tacos que no borraba la ignorante sonrisa. Luego salía un rótulo que anunciaba clases de inglés.
Otros dirán que es mejor vivir en la bendita inopia, fucking nice, isn’t it?5
Y para que vean que aquí no hay trampa ni cartón, añado las traducciones pertinentes6.

1 Inglés: por supuestísimo.
2 Latín: vive al día, disfruta del momento, a por todas...
3 Alemán: mierrda, me equivoqué con esta chica y mirra que la camiseta parrecía bien clarra.
4 Francés: vaya usted a saber.
5 Inglés: fascinante, ¿no es ello?
6 Castellano: oportunas, adecuadas, las que vienen al caso, no sé si me explico.


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miércoles, 5 de octubre de 2011

EPOSTRACISMO


Nos pasábamos tardes enteras dedicados al epostracismo y ni siquiera éramos conscientes, a quién podía importarle el nombre -la palabra-, lo interesante era la acción. Se trataba de lanzar una piedra sobre el río de forma que diera el mayor número posible de botes sobre el agua. Había que buscar guijarros planos y redondeados, para proyectarlos a ras del agua dando un efecto de peonza con el dedo índice. Lo llamábamos hacer sopas o ranas. Ahora descubro que también se llama hacer cabrillas, la chata, el patito... y, ya en el colmo de la rimbombancia: epostracismo. Que sí, etimológicamente perfecto, pero no quiero pensar en las collejas que le pueden caer al relamido que proponga semejante juego (¡Vamos, niños y niñas, juguemos al epostracismo!, y plas). Además, estando la lengua viva, habiendo agua y piedras desde el principio de los tiempos, no tengan duda de que habrá cientos de nombres para esta actividad repartidos por toda la geografía mundial. Seguro que saben ustedes muchos más de los que aquí se mencionan.
           Hacíamos campeonatos donde el agua era más plana, normalmente debajo del puente -que años más tarde daría cobijo a correrías menos infantiles, más nocturnas, gozosas de otra manera-, o cerca de la presa, aunque allí había menos piedras donde escoger. Llegábamos a 20 saltos, en el mejor de lo casos, una verdadera proeza. Pero ahora uno se pone a buscar por internet y descubre lo serio y profesional que puede ser todo esto.
           Ya Homero menciona esta práctica en la Antigua Grecia, fíjense ustedes, somos un eslabón más de la cultura clásica grecolatina. Y de lo concienciados que han llegado a estar algunos epostracistas nos da una idea este dato revelador: el récord mundial en la actualidad, según el Libro de Récords Guinness, conseguido por un tal Russell Byars el 19 de julio de 2007, es de ¡51 rebotes!
           Lo tomemos como un acto trascendente o un pasatiempo, le pongamos el nombre que queramos, todavía somos muchos los adultos que al ver una piedra plana y redondeada pensamos en sus posibilidades para rebotar sobre el agua hasta hundirse.

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miércoles, 28 de septiembre de 2011

DELIBES

 
Él siempre hizo obras que reflejaban la actualidad, dice una docente con larga experiencia cuando hablamos de Delibes. También el Lazarillo era una obra de actualidad, respondo entre la empatía y la incitación. Y me pone un ejemplo.
Mira, cuando a en los 70 leías Cinco horas con Mario, no paraban los comentarios: qué mala es ella, qué ambiciosa, cómo puede decirle esas cosas, lo del 600... Ahora lo leemos en clase y  no paran de criticar lo egoísta que era él, tan despegado de la familia, tan egocéntrico... Eso engrandece la obra, digo yo, que acepte interpretaciones diversas, que los lectores se metan tanto en el ajo que lleguen a ponerse de parte de una o del otro. Intento ceñirme al libro, su valor inalterable: la valentía del que escribe letra a letra sobre un papel en blanco y lo muestra a otros, la validez de ese acto, esa obra, en todo momento.
Pero ella tiene razón. A los ojos de cualquier jovenzuela, símbolos sexuales de hace 50 años como Marylin Monroe o Anita Ekberg eran unas gordas (no creo que los jovenzuelos opinen lo mismo), las películas españolas del “destape” que en su momento provocaban excitación ahora dan risa, los indios eran los malos de las películas de vaqueros y nadie se preguntaba qué defendían, el héroe fumaba con unos gestos que todo espectador quería imitar... Y ahora sabes que el que fuma es el psicópata, que la voluptuosa es una espía enemiga y, en general, espectadores y lectores disfrutan más cuando las diferencias entre buenos y malos están más claras. Deberíamos pasar por alto siglos de literatura y escribir cuentos cada vez más simples, ponerle una capucha roja al dinosaurio de Monterroso, o un par de frases para dar a entender sus mandíbulas. Cualquier cosa para que el lector deje de pensar en posibilidades.
Lo que pasa con Delibes es que está vivo, dice Lourdes mientras coge los libros para ir a sus clases, en los setenta o ahora los lectores siempre toman partido cuando lo leen.
Hay que rendirse ante la evidencia de Delibes.
Se llena la sala de valor literario mientras todos salimos, la frase sigue y el silencio llega.
Las palabras ya están escritas.

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miércoles, 21 de septiembre de 2011

LECTOR POR VENTURA


Hace años me contaba cierto albañil una de sus aventuras laborales: haciendo la reforma de un piso, en el baño, el suelo cedió y fueron a parar a la vivienda del vecino de abajo. Cuando yacían entre escombros, punzantes espejos rotos y tazas de váter nuevecitas recién partidas, comprobando si todos los huesos seguían en su sitio y las heridas no eran graves, apareció el dueño de la casa por el pasillo, en bata y zapatillas, aún marcando con su dedo índice la página del periódico que estaba leyendo, mientras decía: hace un rato que pensaba venir al baño, pero empecé a leer este artículo tan interesante...
Una vez más se ponía de manifiesto que la realidad, por esencial capricho, siempre logrará historias mejores que las que puedan surgir del esfuerzo de una mente arriesgada o la imaginación más exuberante. El azar que rige nuestra realidad es el mejor escritor de ficción porque ni siquiera tiene que ser verosímil, no está sujeto a esos filtros o limitaciones personales, sencillamente los hechos se producen.
Podríamos preguntarnos quién era el autor del texto que salvó la vida del lector, de qué trataba, si era un tema de gran altura intelectual o el más indecente cotilleo, continuaríamos recreando el suceso para adornar la anécdota y darle brillos... Como sea, hay algo inalterable en esa situación: la palabra escrita influyó en la vida del lector más allá del puro entretenimiento o deseo de información, no es que agitara su conciencia tras el puro acto de lectura mecánica e interpretación del mensaje, no es que almacenara el texto jugoso en su memoria para luego comentarlo con sus amigos, o para utilizarlo en su trabajo, lo que leyó aquel hombre en aquel preciso instante cambió su realidad por completo, le salvó la vida.
             Pero, a pesar de que en este drama con final feliz la forma y fondo del texto salvador no tienen la menor importancia, uno no puede dejar de preguntarse qué podemos escribir lo suficientemente interesante para que los lectores lleguen a olvidar por un momento sus necesidades vitales y, de alguna manera, darles más vida.

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miércoles, 14 de septiembre de 2011

SEMÁFOROS


Mientras esperamos el verde del semáforo, mi hijo y yo mantenemos una conversación en el coche sobre los colores. Todo comenzó por un nuevo malo que ha aparecido en sus juegos.
Y de qué color viste el malo, pregunto. De negro, claro, los más malos siempre llevan ropa negra. ¿Es que el negro es un color malo? No, es el color de los malos, porque es oscuro, como el reverso tenebroso. ¿Qué es el reverso? Es como lo que está detrás, creo. ¿Y qué significa tenebroso? Verde, ¿esto es otro examen sorpresa? Que no, hombre, sólo estamos hablando de los colores. Bueno, vale, tenebroso es algo como crujiente que da miedo.
Avísame cuando esté verde, oye, y entre el negro y el blanco ¿quién gana? El negro, claro. ¿Por qué? ¿Es que el negro puede más que el blanco? Pues claro, por la oscuridad, porque siempre hay más oscuridad, es más poderosa, jolín, ¿tú ves algo blanco por aquí? Tu camiseta por ejemplo. Sí, ya, pero mira las arrugas, ¿no ves la sombra? Verde. Pero al final siempre ganan los buenos, ¿no? Claro.
Es que los malos son más fuertes, dice, pero los buenos son más listos, por eso ganan. Y visten de blanco, ¿no es eso? Claro, como Gandalf al final, y Luke Skywalker y... bueno, casi todos los buenos se visten de blanco alguna vez. ¿Y los que van de colores? Verde. Esos casi todos son malos, como el Joker, Arlequín, el Duende... ¿Y qué pasa con Batman?, va todo de negro. Es que Batman es un poco raro.
Oye, ¿y el gris? Pues medio buenos medio malos. Claro, digo yo ya contagiado de dualidad, ¿y eso cómo es posible? Pues como los dementores que llevan una capa gris y están vacíos por dentro, son igual de malos para todos. Verde. Vigilan que no se escapen de la prisión ni los malos ni los buenos.
¿Y qué pasa si un malo se disfraza de blanco? Ya, sí, como Saruman, pero esos son más malos todavía, es que ya hasta tienen cara de malos; además me dijiste tú que ese actor era también el que hacía de Drácula, con la capa negra, y luego era el Conde Duku; seguro que le gusta hacer de malo. Pues una vez dijo que quería hacer de Don Quijote. Verde. Ya, sí, claro, vestido de negro, no te fastidia.

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miércoles, 7 de septiembre de 2011

PERPETUA LECTORA

En mitad de la noche un golpe sordo quebrantó la duermevela del cuidador de la residencia de ancianos. El grito que siguió le hizo despertarse del todo y correr por los pasillos mientras se preguntaba qué habría pasado. Cuando abrió la puerta todos sus músculos estaban dispuestos a enfrentarse a cualquier enemigo.
El libro, dijo la mujer malherida desde el suelo señalando al culpable. Se lanzó el hombre sobre el malvado objeto y dominándolo con una llave karateka lo acabó lanzando contra le esquina más apartada de la habitación.
Pero qué haces, mentecato, ayúdame a levantarme. ¿A qué viene eso de tirar el libro?
Reconoció el hombre a la lectora, mujer de ochenta y tantos que acudía al Centro de Educación de Adultos recorriendo media ciudad para seguir renovando sus conocimientos aunque tuviera sin duda mucho más que enseñar que aprender.
Lo siento, dijo ayudándola a levantarse avergonzado.
¿Pero a ti quién te ha enseñado a tratar los libros así?
Lo siento, María Luisa, creí que era por culpa del libro.
No, si culpable sí que lo es, porque quería posarlo en la mesita y, como ahora sacan estos libros supervendidos que pesan tanto, basculé y caí de la cama.
La mujer pensó en dormir, pero el sobresalto nocturno le había revuelto los recuerdos y no quería quedarse dormida con esa pesadumbre. Cogió aire y se levantó mientras sentía el dolor del mal golpe, estaría achacosa toda la semana. Agacharse para recoger el libro fue lo peor, luego sólo tuvo que hacer los pasos pequeños.
Consiguió recostarse y posar el pesado libro sobre su pecho. Observó el vaso de agua medio lleno en la mesita, cerró los ojos y esta vez no oyó ninguna sirena, tan sólo coches que pasaban, podría llegar a Ítaca sin huir de las tentaciones, no estaría Dean Moriarty al volante y el dolor en la cadera seguía allí.
Pero en cuanto abrió el libro y los renglones empezaron a pasar, sus rasgos rejuvenecieron, sus canas se volvieron negros cabellos y sus dedos se movían ágiles sobre el teclado de un ordenador que manejaba con la facilidad de una joven pirata informática dispuesta a resolverlo todo.

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miércoles, 31 de agosto de 2011

CELÉBRATE


Contemplo los rostros extenuados ante las velas mientras espero viejas palabras, frases completas que siguen brillando cada año como el mejor vino o ese vinagre oloroso que adereza las ensaladas sentimentales. Esta perspectiva incongruente de una cena ostentosa en el lugar más común que podamos conocer no necesita novedades; los mejores cristales, la loza de las ocasiones especiales, manjares de oferta o la casa por la ventana, al fin y al cabo hoy es el día, qué demonios. Al entonar viejas anécdotas surge un paraíso tan inaccesible como deseable, otra vida, tal vez anterior, que sólo existe como una malformación entre lo ya visto y lo que quisimos ver. Un lujo efímero dispuesto como artificio para suspender el horror. Luego seguiremos corriendo, comiendo y durmiendo, entre las pérdidas y las llegadas, mientras el traidor invisible devora los talones de todos nosotros, vencidos Aquiles, frente a las manecillas desiguales de ese artefacto que inventamos para marcar su ritmo frenético, pausado, intocable, aburrido de soltar campanadas partido de risa mientras pasa su caricia una y otra vez hasta marcar la arruga susurrante, cortar la carne y quebrar las entrañas sin mediar palabra, hacernos polvo sin sudar siquiera.
Fuera, la oscuridad ha redondeado las esquinas, confundiendo los colores, los bancos, los árboles, los perros, los gritos de niños en el parque, la decisión tomada, los ojos verdes, la ira del menospreciado, las manos en los bolsillos con los dedos cruzados, el olor de las gomas de borrar. La oscuridad cae fundiendo bajo su delicado derrumbe los rasgos más bellos, el gesto fiero, el sonido deslizante de la radio de un coche sin luces todavía, hasta que el amable peatón haga su gesto de foco con la mano y el conductor agradecido conecte los faros. Nuestras pequeñas fuentes de luz postiza se rebelan por momentos como manchas de parásito en este reino natural.
Y en el bloque negro donde se funden por igual paredes, marcos, hormigas, plantas y cornisas verás a través de la ventana la luz de casa, donde somos felices a pesar del tiempo.

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viernes, 12 de agosto de 2011

OTROS CARVER


Hace unos años un compañero de copas quería que saliéramos fuera del bar a darnos de puñetazos porque no había hablado con suficiente respeto y admiración de Salinger, o de Bukowski, no lo recuerdo muy bien. Lo curioso es que esa situación podría haber sucedido cambiando los papeles unos años antes.
También discutíamos alegremente sobre Carver. En cierta ocasión propuse que la traducción de aquel famoso título debería ser De lo que hablamos cuando hablamos del amor, y mis amigas demostraron que tenían uñas felinas no sólo para recibir laca roja una tarde de domingo. Incluso, y esto lo digo en voz baja teniendo en cuenta que en las cercanías se halla un gran traductor de Carver como es Jaime Priede, he de confesar que llegué a traducir un poema titulado No sabéis lo qué es el amor. Una noche con Charles Bukowski. para una revista universitaria.
Ya hace años que el editor desde sus inicios, Gordon Lish, y la viuda de Raymond Carver, Tess Gallagher, afirman ser parte de la autoría de esos relatos que han tenido tanta influencia en cualquier escritor practicante de la narrativa breve desde el último cuarto del siglo XX. Recientemente Lish ha vuelto a añadir unos leños al fuego.
Al final lo importante es la obra que llega a las manos del lector, cada libro. Tal vez el estilo lo es todo, como afirmaba Borges, pero ese todo puede resultar válido para una obra, si me gusta, y no sé si en la siguiente eso servirá. Como lector me han de ganar libro a libro. Tal vez aquellos relatos que leí no eran de Raymond Carver, sino del tándem Carver-Lish-Gallagher, eso me da igual, la maestría de las narraciones me parece indudable ahora mismo. Aunque hace mucho que no releo esos libros —o los Nueve cuentos del maestro Salinger (descanse el ermitaño guardián), o al propio Borges—, como decía Bioy Casares: el recuerdo que deja un libro a veces es más importante que el libro en sí.
Tal vez la relectura me defraude pero, en mi memoria, pocos libros hay que me hayan gustado tanto como aquella colección de cuentos (de título mal traducido): De qué hablamos cuando hablamos de amor.

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domingo, 31 de julio de 2011

PIPPI SALANDER


Hace unos años, el lector de superventas que entraba en los lavabos de un bar y se encontraba la puerta cerrada sabía que detrás se escondía un cátaro o un templario, como mínimo un masón realizando oscuros rituales; los libros más vendidos ya habían descubierto todos sus secretos, por mucho que el oscuro individuo saliera luego al son de la cisterna con cara de alivio y ligera embriaguez.
  Últimamente, los hombros de cualquier habitante de las playas estaban bien desarrollados después de acarrear cualquiera de los tres libros que conforman un éxito editorial que sigue imponiéndose: Millenium, la trilogía del escritor sueco Stieg Larsson.
Celebro que los gustos hayan cambiado. Aquellas novelas de códigos ocultos y conspiraciones mundiales por doquier albergaban situaciones tan verosímiles y bien documentadas como esa en la que un discreto personaje —gigante albino con traje de monje que pasaba totalmente desapercibido por los centros comerciales— se escapaba de una prisión de alta seguridad ¡de Andorra! (ya saben ese principado tan bien conocido por sus penitenciarías).
Las de Larsson son novelas negras actuales con tramas muy trabajadas y personajes construidos con virtuosismo de fumador empedernido. No sé si la cabeza de Larsson engendró antes a Lisbeth Salander o todo lo demás, pero sin duda esa heroína atípica devora al resto de caracteres. En realidad Lisbeth es una Pippi Calzaslargas adulta.
En los libros de los años setenta el personaje de Astrid Lindgren que popularizó la tele se llamaba Pippa, (por cierto, otro título de esta autora es El detective Blomquist, ¿les suena de algo?). Siguiendo con obvios suecos, es imprescindible mencionar a Henning Mankell y su Wallander y recordar a Lars Gustafsson (El tercer enroque de Bernard Foy, por ejemplo).
Stieg Larsson murió porque no funcionaba el ascensor, cuando subía las escaleras su corazón de fumador recalcitrante no pudo aguantar, se paró antes de llegar al piso superior, donde la fama internacional abrió la puerta ya tarde para él, a tiempo para los lectores.

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viernes, 15 de julio de 2011

UN MIEDO


No siempre podemos ponerle nombre a los miedos. No sé cómo se llamaba el perro que consiguió romper su cadena y perseguirme, ponerme las patas en la espalda e intentar morderme la cabeza hasta que mi abuelo lo apabulló de un manotazo, pero el psicólogo me ha dicho el nombre de mi fobia.
Alfredo y yo nos encontramos por primera vez en un paraje exótico, selvático, rotundo: el Valledor de fines de los 70, un paraíso asturiano que empezaba a recibir la luz eléctrica e imaginaba agua corriente en el grifo; pero donde nos reconocimos seres pensantes y dignos de diatriba intelectual fue en la Biblioteca Pública de la calle San Vicente en Oviedo. Él me descubrió a Los Tres Investigadores, una colección que devoré con pasión durante meses, apartando a codazos a los que venían a quitarme posibilidades cuando el señor de bata azul iba colocando en su sitio los libros devueltos.
Fue el descubrimiento del Museo Arqueológico lo que me haría considerar a Alfredo el más grande anfitrión, una palabra que siempre relaciono con aquel momento. Era tan simple como salir de la biblioteca y entrar en el edificio que estaba justo al lado, pero a mí nunca se me había ocurrido, esa fue su genialidad. Los sábados por la mañana visitábamos aquellas salas. ¿En cuántas batallas habrá estado esta espada? Seguro que esta punta de flecha mató a un mamut, no, mejor a un oso cavernario. El reto de dar una voltereta sobre el mosaico geométrico de una casa romana apenas duró unos segundos, espero que de aquella no hubiera cámaras.
Tampoco renunciábamos a la infancia: jugábamos con soldaditos de plástico y petardos de a peseta en un descampado de Buenavista que hoy es la Ñocla de Calatrava.
Un día me levanté y al entrar en la cocina mi madre apagó la radio, me puso la mano en el hombro y lo dijo: murió Alfredín, estaba en un viaje de estudios y se ahogó en la playa. Esa muerte de la infancia marcó las lecturas de mi vida.
Ahora tengo responsabilidades paternales que atender y a todos los niños les gustan las olas y el riesgo. Pierdo los estribos con facilidad, pero al menos sé el nombre que asocio con este miedo.

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