miércoles, 27 de junio de 2012

SIEMPRE LUTHIERS


La risa o la sonrisa son demostraciones de que somos seres inteligentes capaces de interpretar en una realidad ajena o propia algo gracioso, chocante, curioso o ridículo.
Marcos Mundstock sólo tuvo que salir al escenario del teatro -de esto hace unos años- y mencionar al ilustre compositor Johan Sebastian Mastropiero para que todo el público rompiera en aplausos y carcajadas. Y eso que todavía no había dicho nada más que un nombre. ¿Cómo es posible tanta complicidad, tanta entrega? Pues porque Les Luthiers son unos clásicos del humor desde hace cuatro décadas, un humor genial e intransferible que muchos adoramos y algunos han dado en llamar inteligente.
En cierta escena uno de ellos parecía recibir un golpe en la rodilla. Gritaba. Pedía un médico. Su pedante compañero, puntualizando, exigió un traumatólogo. Pero el herido, sujetándose la articulación pedía a gritos, por favor, un urólogo, mientras intercambiaba una mirada pícara con el público y movía repetidamente las cejas. El teatro se partía.
Este número exige que el público sepa que un traumatólogo se ocupa de los huesos y un urólogo trata los problemas del aparato sexual (más o menos). Es decir, que el herido no estaba dolido de la rodilla sino de su apéndice genital, que le llega hasta ese punto. Lo mejor que nos podría pasar es que nadie considerase esto como humor culto, sino para todos los públicos. Les Luthiers conocen bien a sus seguidores y saben que pueden realizar ese tipo de bromas con éxito.
Lo más absurdo, timador y vergonzante es que llamen humor inteligente -con intención de dignificar lo propuesto y menospreciar al resto- a cualquier engendro televisivo. El propio sentido del humor es una demostración de inteligencia, otra cosa es definir la inteligencia. Qué podemos añadir que no se haya dicho ya. O sí. Yo soy un mero.
        El humor de Benny Hill pasará a la historia por su inolvidable musiquilla de persecuciones a cámara rápida. Michael Jackson, un tipo que sabía hacer mucho dinero con el espectáculo, compró los derechos de todas sus secuencias. ¿Inteligente? Sesudo, oiga.

Publicado en El Comercio 

viernes, 22 de junio de 2012

SABER OÍR

Para ponerse a escribir no sólo hay que leer, hay que ser un gran oidor, y no me refiero con esto a Momo, inolvidable personaje de Michael Ende. Llevar conversaciones reales al papel o hacer que los diálogos escritos parezcan furtivas grabaciones hechas en bares, colas del supermercado, calabozos, alcobas o ascensores, es algo que está al alcance de pocos escritores, entre otras cosas porque en muchas ocasiones ni al autor ni al lector les preocupa esa cuestión. Eso sí, otros consideran esta una de las bases de la literatura.
    Iba camino de una magnífica exposición en el Reina Sofía cuando subieron dos chavales. Durante nuestro trayecto compartido en metro, su intercambio de palabras era algo así: joder, tío. ya te digo, joder. vaya mierda. ya te digo. joder, tío, dios. ya, tío, joder, qué mierda. ya te digo.
    Bajé en mi parada sin que nada me diera a entender qué tragedia atribulaba a los dos jóvenes de limitado vocabulario aquella subterránea mañana de julio. Lo cierto es, y esto puede parecerles sorprendente o pura evidencia, que aquellos chicos estaban manteniendo una conversación, intercambiando información; y el resto del mundo no lo entendía porque utilizaran un dialecto, una jerga profesional o un castellano lejano: era un lenguaje propio e inasequible para la mayoría de los oyentes, pero que existía, un intercambio de pareceres que sólo ellos podían interpretar. Algo parecido a ese argot de amigos, cómplices o amantes que se crea fortuitamente o de forma deliberada, para pasarse mensajes discretamente ante oídos forasteros.
    Tener oídos dispuestos no nos iguala a Joyce, García Hortelano, Céline o Manuel Rivas, aunque también nos gusten los macarrones. En la vida real –lejos de escritores más dispuestos a escuchar su propia cháchara elaborada que a disfrutar descubriendo los ruidos del silencio o las palabras de los otros– el que sabe oír y callar suele ser amigo fiel, barman confesor sin penitencia, excepción en todo caso, aunque el saber popular nos recuerde que somos dueños de lo que callamos y esclavos de lo que decimos.
Publicado en El Comercio

miércoles, 13 de junio de 2012

LECCIÓN NATURAL


Todo empezó cuando alguien comentó el extraño caso de esa mujer en Texas que se hizo una operación para convertir la carne sobrante de sus muslos en verdaderas “cartucheras”, fundas en su propio cuerpo para poder introducir un par de pistolas. De la complejidad que pudo suponer esa operación para abrir la piel y cicatrizar carne viva como forro, la conversación pasó a la cercanía del arma al cuerpo como sensación de poder palpable, o no. Coincides un día con unos literatos tomando vinos y acabas así, o peor.
        Por si no lo sabíais, dijo la novelista, eso es una cuestión evolutiva: las mujeres acumulamos grasa en las zonas del cuerpo que protegerían a nuestros posibles bebés y los hombre hacen su reserva de energía en la panza, porque de esa manera podían correr sin impedimentos, seguir siendo válidos para la caza.
        Hay que ver lo que aprende uno a la hora del vermú.
       Por esa misma línea de pensamiento podemos concluir que la literatura es cosa de hombres, dijo el puritito macho ensayista dándole un tiento al coñac para empezar la batalla. No me miren así, señoras, es una evolución lógica.
       Oye, Darwin, explícate ahora mismo si no quieres que hagamos contigo una selección natural.
       El polemista no pudo evitar cruzar las piernas ante la amenaza, pero aún así continuó con su planteamiento.
       Escribimos para rellenar vacíos. La literatura es una extensión de nuestros pensamientos que pretende llenar todas las cavidades, dar forma con palabras a lo posible, lo vivido y lo inconcebible, rellenar una grieta que nos acongoja...
        ¿Y qué tiene eso que ver con los hombres?
       Simbólicamente, dijo con cierto amaneramiento, la mujer es un hueco y el hombre una extensión que pretende rellenarlo, esa es su naturaleza.
       Oye, falócrata de salón de té, la mujer puede rellenar espacios intelectuales tan bien como cualquier hombre, o mejor...
       Mientras los objetos a mi alrededor se iban afilando comprobé que el agujero de las aceitunas seguía relleno de anchoa. ¿De dónde saldrá esta gente?, con lo fácil que es hablar de toros, de fútbol, de religión, de sexo, de política.

Publicado en El Comercio

miércoles, 6 de junio de 2012

MUY PROFESIONAL


A todos nos gusta rodearnos de buenos profesionales, pero a veces no son fáciles de encontrar ni podemos elegir.
            En una de mis primeras visitas a Madrid cogí un taxi en la Plaza de España para ir al Reina Sofía. El tipo era un gran conversador, ex-convicto, leído, futbolero, idealista, un probable magnífico anfitrión en la noche madrileña. Estuvo callejeando durante más de una hora –ahora se explican ustedes tantos datos– y me metió el clavo que pueden imaginar.
            Siempre voy a una frutería un poco lejos de casa. La frutera es una mujer seca y distante; el marido, que aparece de vez en cuando, es el que lleva la parte contratante de la primera parte y hace gracias al público, pero esta señora que no se preocupa de la clientela nunca te pone una pieza mala en la bolsa: selecciona lo bueno y arroja lo malo. No sé si todo eso que tira ya no es comestible, confío plenamente en su juicio porque todas las frutas que llevo a casa están estupendas.
            Acudí al mismo artesano para renovar mi llavero de cuero 25 años después. Me atendió su hijo mostrando desconocimiento. Llegó el insigne padre fumando un puro, lo posó, resopló y dijo: yo quiero disfrutar, no ser un héroe. Los problemas de espalda frenaron mi reverencia. Vale, ya te lo hacemos, dijo, lleva poco tiempo. Eso fue hace tres meses, sigo esperando pero no me importa, porque sé que su trabajo va a ser perfecto.
            A veces no puedes elegir, como cuando llevas un aparato estropeado al servicio técnico, o acudes al médico de urgencia. Tampoco es fácil estar en disposición de elegir tus compañeros de trabajo. Ahí es donde funcionan los gustos o prejuicios, donde cada uno lleva mejor al vago o al trepa, al puntilloso o al angustias, al que usa el trabajo como terapia ocupacional o como entretenimiento. Y, por supuesto, ahí es donde te valoran y eres parte contratante de la segunda parte.
            Tengo amigos con los que nunca me gustaría trabajar y compañeros de trabajo con los que no estaría cómodo tomando una cerveza. Y mira que es fácil tomar una caña si la tiran bien, en el vaso adecuado y a la temperatura correcta.

Publicado en El Comercio