miércoles, 29 de febrero de 2012

SUPERSTICIONES


El reencuentro con los que han ido de vacaciones y vuelven con algo que contar da siempre para un rato ameno, sobre todo si el viajero es además un encantador de serpientes como Raimundo Caracol, capaz de disertar sobre la distinción entre espaguetis y tallarines durante horas divirtiendo al personal. Cualquier cosa puede ocurrir cuando dejan suelto en otro país a un humanista de su tamaño, lo que no imaginábamos es que llegara a tener tanta repercusión en los medios su dificultad para encontrar dónde comer (la integridad de cuantas personas y objetos se hallen cerca del señor Caracol hambriento corren grave peligro si no hay viandas en perspectiva); así fue como provocó aquel conflicto que un par de expresidentes del Gobierno intentaron resolver al más puro estilo John Wayne (y si hay que dar un par de galletas no pasa nada).
            Todo había ido bien en el país musulmán hasta que llegó el Ramadán y se complicaron las cosas.
            ¿Te puedes creer, dice Raimundo aún ofendido, que no se puede comer nada en todo el día, desde el alba hasta que se pone el sol?
            Es parte de su religión.
            ¿Religión? Y qué diferencia hay entre eso y entrar al campo o salir de la cama sólo con el pie derecho, o llevar un imán o un ajo en el bolsillo para atraer la buena suerte y rechazar la mala, o no cortarse las uñas en días con R para evitar dolores de muelas, cortarse el pelo en menguante para que no caiga, no corregir la novela hasta después de la eliminatoria porque traerá la desgracia, tirar monedas a pozos de los deseos, llevar algo rojo, algo de oro y comer lentejas en Nochevieja...
            Eso son supersticiones...
            Y ponerle velas a un muñeco para que no llueva, no comer carne los viernes o llamar por teléfono los sábados, no beber alcohol (Dios nos asista), ni comer cerdo o vaca, o cordero que no haya sido tratado con no sé qué rituales, comer una galleta con vino para encontrarse mejor... ¿Eso no es superstición?
            ¿No respetas ninguna creencia religiosa?
            Por supuesto, todas. Lo que quiero es que respeten la mía.
            ¿Y cuál es la tuya?
            Otra cerveza, por favor. ¿Tú quieres otra?


Publicado en El Comercio

jueves, 23 de febrero de 2012

COLECCIONA OCUMEN

Tengo la impresión de que este año no han sido tantas las campañas de promoción de coleccionables. Todas empezaban de una forma fascinante: Grandes Clásicos de la Literatura (todo en mayúsculas claro), ya a la venta el número uno por un miserable precio, usted debería ser muy analfabeto o casi tonto si no lo adquiere en su kiosko. Edición en tapa dura, una lista de incuestionables y un precio de risa. Cómo no comprar.
    Lo penoso no era la calidad del papel (esto es papel de periódico, decían sibaritas del estanco pasando páginas; en diez años este libro se te cae a cachos, afirmaban), lo inesperado y sobrecogedor era el precio de los nuevos números que se multiplicaba por 5 en las siguientes entregas. Puesto que era una cuestión de ciencia acudí a mi científico de confianza, el físico Berenguer. Yo los compro todos, me dijo atusándose el tupé, el número uno siempre se vende muy por debajo de su precio.
    Mi fe en la ciencia se resume con la frase que Groucho Marx le dijo a un productor: el único en quien confío es en ti, y poco. Pero mi certeza es absoluta ante las interpretaciones científicas del genio Berenguer, por eso tengo mi casa llena de números uno de las colecciones más insospechadas.
    Recuerdo las esperanzas que puse en aquella magnífica oferta: la maqueta de un inolvidable navío. Ya veía su silueta en medio del salón, sin restos de galletas, posos de zumo, piezas de Lego o juguetes olvidados. El buque de guerra ocupaba la sala y sólo era necesario imaginar el mar para verlo flotar, desplazarse sobre su superficie y entrar en batalla disparando los cañones en pleno zafarrancho de combate, Russell Crowe un amanerado a mi lado. Y eso sólo era el principio, pronto escribiría una serie de novelas náuticas para desfacer el entuerto de la hegemonía británica sobre los mares e igualar en destreza narrativa a ese Patrick O'Brian.
    Corrí al kiosko a por mi barco: primera entrega, una pequeña pieza de madera que hacía curva, una cuaderna de ocumen. El navío se formaría después de tropecientas entregas.
    Todo llegará.
    Tiembla Patrick, donde estés.

Publicado en El Comercio

miércoles, 15 de febrero de 2012

ARRIESGADA FAMA


El poeta entró en la consulta, desplazó la silla negra y se sentó. Era incapaz de borrar de su cerebro el filo del bisturí cortando su piel insensible (desgarrada brutalmente en silencio anestesiado, apuntó mentalmente para su cuaderno). Apenas podía ver una bata blanca desde la que se asomaba un rostro indistinguible, borroso de pura asepsia (apuntó de nuevo), pero capaz de articular  sonidos inteligibles.
            Si no le importa vamos a rellenar unos datos, dijo el cirujano tecleando en el ordenador (cómo no, todo debía ser kafkiano: protocolos y burocracia para rellenar preciosas hojas en blanco y excusar grises trabajos de funcionarios sin nombre hasta dejarse morir ante la vida posible...; al final este pánico cerval le serviría para unos cuantos poemas).
            Los apellidos son... ¿García Calandro? Sí. Se detuvo el médico un momento y acabó por dejar de lado la pantalla y encararse al paciente. Pero entonces, usted es Guillermo Calandro, el poeta.
            De pronto el bisturí se convirtió en goma de borrar y los espinosos alambres que se tensaban aprisionando al poeta se fundieron en crema brillante, cálida y olorosa. El rostro del doctor adquirió rasgos personales: barba profusa, pobladas cejas arqueadas para completar la sonrisa bajo el mostacho...
            Cómo eran aquellos versos, intentaba evocar el galeno, Por la senda nueva de tu mirada, bajo los astros dormidos de Orión...
            El poeta, en su parte más racional, estaba convencido de que su obra era completamente desconocida para el público mayoritario. Los cuatro libros publicados en veinte años habían sido comprados por familiares, amigos y conocidos, y algún que otro compañero de la hermandad literaria donde se reconocían unos a otros. La poesía no era para las masas. Encontrarse con un admirador completamente desconocido en semejantes circunstancias desmelenaba su amor propio, le devolvía las fuerzas y la seguridad ante aquella bata blanca.
            ¿Y cómo es que sabe de memoria...?
            Fueron los que usó el cabrón que me quitó a la novia haciéndose el romántico.
            Volvía el bisturí más afilado que nunca, tembloroso de ira.

Publicado en El Comercio

miércoles, 8 de febrero de 2012

DRAGOMÁN


Leyendo Estudio en Escarlata, la primera aparición de Sherlock Holmes, en su versión original inglesa, nos encontramos a poco de empezar el capítulo tercero esta sorprendente frase de Watson ante las deducciones del genio de Baker Street:
      -Wonderful! - I ejaculated.
      Ustedes llegarán a imaginarse que el doctor Watson quedó tan extasiado ante las exhibiciones de la mente preclara de Sherlock que gritó ¡maravilloso! y, a continuación, eyaculó. Pero cómo pueden pensar semejante barbaridad del caballero más victoriano de la literatura universal, el bueno del doctor nunca haría algo así para luego contarlo. Aunque a alguno le parezca extraño, la traducción sería algo así como: “¡Asombroso!, exclamé.”
      Estas humoradas no pretenden otra cosa que dar a entender la gran valía que tiene el trabajo del traductor, glorioso intermediario entre lo inaccesible y la revelación.
A veces nos encontramos curiosidades, como aquel ingenioso trujamán que inventó una medida llamada “incha” para referirse a las pulgadas (inch, en inglés) o las conjeturas que pueden surgir en una mente casi pueril leyendo una novela de Raymond Chandler en traducción mejicana, porque yo pensaba que Marlowe era un fumador detective que vivía en California en los años treinta, pero cuando leí que había manejado su carro varias cuadras, se dejó caer en lo de Rick y se tomó un whisky en las rocas, creí que había viajado en el tiempo usando una carreta de alquiler, se había caído sobre una parte de Rick (a saber) y luego se fue a un rocoso acantilado para tomar un whisky. Lo que habría dado entonces por un Diccionario de Americanismos como el que acaba de sacar la Real Academia de la Lengua.
      La traducción de obras literarias es un trabajo muy complejo, lleno de persistentes pequeñas insatisfacciones. ¿Ustedes creen posible transmitir los mismos significados, con la misma cadencia rítmica y riqueza en metáforas de los sonetos de Quevedo, Lope de Vega o José Hierro? Plantearse una labor como esa es afrontar una aventura titánica, casi siempre imposible. Hace falta valor.

 Publicado en El Comercio

miércoles, 1 de febrero de 2012

PATITOS FEOS


¿Te acuerdas de la Berenguela?, pregunta este viejo amigo. El vago recuerdo de una reina medieval y una película donde Ricardo Corazón de León era representado por una espada no puede ser. Desde otro compartimento de la memoria llega la imagen poco definida de una chica del instituto, no puedo concretar más, ¿un jersey de lana de colores? ¿Y de dónde saldría ese mote? Empiezan a agolparse recuerdos de forma incontrolada cuando el otro continúa.
      Pues la vi el otro día. Estaba de noche por ahí con otros dos Rodríguez cuando llega una chica impresionante y empieza a hablar conmigo, me sonaba su cara y no sabía de qué, ni siquiera la reconocí cuando me dijo su nombre, pero acabamos hablando de aquellos años, un par de anécdotas, y la recordé. Quién iba a decir que aquella mosquita muerta iba a tener ese aspecto ahora. Ya te digo, impresionante.
      Estoy por decirle a este tipo que tiene la misma capacidad de adjetivación que esa escritora de best séllers pero sigue.
      Era como el cuento del patito feo. Lo mismo. Lo que pasa es que las mujeres lo tienen fácil: se hacen otro peinado, se pintan un poco, cambian la ropa y no hay quien las reconozca.
      Miro a este viejo compañero de estudios, que pesa ahora 30 kilos más y tiene la cabeza afeitada para disimular su calvicie, y tengo que darle la razón.
      También tú, si te hicieras un injerto de pelo a lo berlusconi, pero teñido de rubio, y perdieras un par de kilos, nadie te reconocería por la calle. Le digo dándole unas palmaditas en la espalda partido de risa.
      Él también dice que se descojona mientras me mira con los ojos inyectados en sangre y no puedo evitar pensar en Andersen, y sus supuestos cuentos para niños. Algunos de ellos, vistos desde el punto de vista adulto, reflejan personalidades atormentadas, oscuras, crueles a veces, más cercanas al universo de Poe que a los hermanos Grimm. El soldadito de plomo, La vendedora de fósforos, y por supuesto, La sombra... El cisne Andersen nunca olvidó sus tiempos de pato.
      Pero a ustedes tal vez les interese más qué pasó con el rodríguez y la impresionante...