miércoles, 26 de septiembre de 2012

PURA CIENCIA

Cuando alguien investiga siguiendo un método científico suponemos que sus conclusiones no serán teorías sino una verdad demostrada. Después de la recopilación metódica de datos y una serie de estudios comparados basándose en diversos análisis (en buena lógica, siguiendo el esquema tesis-antítesis-síntesis-) llegan a nosotros unas conclusiones como verdad científicamente comprobada.  Pero el método científico no siempre es tan certero, existe un margen de error que, lejos de ser un fallo, genera un paraíso crepuscular entre la luz y la sombra muy deseable para el investigador  que quiere ser algo en la vida.
        Tal vez duden ustedes de estas afirmaciones, puede que incluso estén en desacuerdo, pero les aseguro que si fuera necesario podría recopilar una estadística que me diera la razón.  Y ustedes podrían hacer lo propio. Pero sigamos destripando la esencia del más científico investigador.
       Pongamos que alguien quiere escribir un ensayo sobre  la vida de los celtas, Jack el Destripador o la repercusión de la comida basura entre los adolescentes: se ha leído todas las publicaciones, ha visto documentales, ha visitado los archivos necesarios y tiene tantos datos como el que más. Pero a la hora de escribir el libro se encuentra con que sus conclusiones son exactamente las mismas que las de un trabajo ya publicado. ¿Qué hacer? ¿Cómo sacar partido de todas esas horas, meses, años de investigación? Porque una parte fundamental para la publicación de ese trabajo reside en la novedad de sus planteamientos.
       En realidad, el investigador muy profesional no actúa de esa manera. Todo cambia desde el principio. Para empezar, la idea que queremos defender, algo suficientemente novedoso, debe ser el motor de nuestra búsqueda de datos, así seleccionaremos, o daremos más relevancia, aquellos que confirmen nuestra hipótesis, dejando de lado o haciendo de menos aquellos que no interesan. Finalmente, basándonos en datos contrastados (por supuesto), llegaremos casualmente a lo que queríamos demostrar.
       El mejor final se basa en unos buenos principios, no precisamente éticos.

Publicado en El Comercio

miércoles, 19 de septiembre de 2012

A SU BOLA


Mientras piensas en la ficción que vas a elaborar en cuanto llegues a casa puedes deambular ausente por la calles o flotar por los pasillos sin ver a nadie al final, los problemas reales están muy lejos de esta burbuja maravillosa. Todo tu cuerpo está concentrado en ese  proceso: el desarrollo de la idea, palabras escogidas con precisión, imágenes poderosas o sutiles; cómo disponerlo todo de la manera más adecuada; qué peso ha de tener esto o lo otro; cómo expresar esa idea sin que llegue a explotar hasta el momento adecuado; tono, estructura, trama, punto de vista... Qué fantástico este recipiente para huir del mundo y zambullirse en el proceso creativo: una pecera donde existen límites pero apenas se distinguen, por ser esféricos -circulares, de alguna manera infinitos- y transparentes, lentes entre la ficción verosímil que estás creando y la realidad omnipresente pero borrosa, cercana pero impalpable. Te sientes a salvo, inconsciente de las miradas ajenas que te ven con toda claridad.
            Para poder dedicar una atención plena a ese proceso creativo es necesario que todo lo demás sea accesorio. Tal vez seas un afortunado como Marcel Proust o Lope de Vega -ya en sus tiempos de gloria- y no haya nada que perturbe tu burbuja mientras escribes durante horas y horas. Sólo aparecerán los sirvientes adecuados cuando tengas alguna necesidad o deseo que satisfacer. Aunque la mayoría de los que exigen esa propia bola se mueven en un término medio.
            Casi todos los grandes tuvieron que compartir su globo creador con ciertas urgencias vitales: las deudas de Cervantes, el coche empeñado de García Márquez, Carver escribiendo relatos breves en el coche por no tener tiempo para más, los vasos de ron de Poe, la sexualidad de Oscar Wilde o Gil de Biedma, las desgracias familiares de Mark Twain... Amélie Nothomb devolvió la pelota al enemigo: utilizó los problemas de su trabajo como base para una magnífica novela (Estupor y temblores).
            Casos extremos de esta necesidad de la ficción nos llevan a la enajenación mental y la escafandra perpetua. Eso sí que es estar a tu bola.

Publicado en  El Comercio

miércoles, 12 de septiembre de 2012

LO NORMAL

Entré en la cocina dispuesto a desayunar y abrí el grifo para beber el primer vaso de agua de los dos litros que recomiendan beber al día. No salía nada. Qué raro. En uno de esos gestos automáticos que brotan cuando no sabes qué hacer abrí la nevera, pero estaba vacía. Mirando por toda la cocina tan sólo encontré un trozo de pan duro al lado del fregadero. Más que duro parecía fosilizado. Tal vez el hecho de estar más dormido que despierto podía explicarlo todo. Se hacía necesaria la cafeína.
    Vertí unos posos de café del día anterior en una taza y la metí en el microondas, pero no sonaba el zumbido habitual, tampoco funcionaba.
    Me fui al baño a ver si todo empezaba a funcionar cuando volviese.
    Me vi peor, como siempre. Cogí la maquinilla y la enchufé. Nada. Pulsé el interruptor, no había luz. Vale, habrá que alterar el orden, vamos a la ducha.
    El agua salía tan fría que al fin me desperté. Fría y marrón. Y cada vez menos, hasta que lo único que salía del grifo era un rumor oxidado, el eco de chirridos lejanos por las tuberías.
    Fui al teléfono para llamar a los del recibo, esos que nunca están en estos casos: la luz, el agua, el gas, el teléfono. Por supuesto, no había cobertura.
    Volví a la cocina en busca de mis vitaminas, acetilcisteína para los mocos, ibuprofeno, omeprazol, ansiolíticos, estimulantes. Sonaban estornudos desconocidos por el pasillo, toses de distintas edades, llantos de bebé interminables. ¿Desde cuándo vivíamos tantos bajo el mismo techo?
    Salí al balcón, había un montón de gente asomada a la ventana extrañada por lo que pasaba. Al menos no era el único. Y algunos ya habían pasado de esa primera extrañeza al consecuente progreso hacia la indignación: gritaban desde los ventanales exigiendo explicaciones.
    ¡Esto parece el tercer mundo!, chillaba una señora que se cubría con una manta. ¡Ahora entiendo lo de las pateras!, gemía un gordinflón en camiseta. ¡Me las pagarán!, añadía otro agitando el puño.
    Luego todo volvió a su sitio: agua, luz, comida... Pero, a pesar de que todo eso era lo normal en mi vida, no me sentía cómodo en la ducha.

Publicado en El Comercio

jueves, 6 de septiembre de 2012

PASEANTE CON MISIÓN


Abotono hasta el cuello mi abrigo dispuesto a hacer de la salida a la compra un homenaje al gran Robert Walser. Con la llegada de la primavera las horas de sol han aumentado paulatinamente de esa forma que sólo un paseante minucioso o un ratón casero pueden llegar a distinguir.
         La sombra que ofrecen los edificios para un caminante con una empresa como la nuestra resulta ahora innecesaria, pero no podemos olvidarla para momentos peores. Los fumadores parecen multiplicarse en torno a esos barriles que ponen en la calle para sujetar los ceniceros. Tal vez sea el momento de entrar al bar y fortalecer el espíritu, contemplar a esa camarera que sirve los cafés mientras canturrea como siempre, poco atenta a los clientes, y multiplica cada semana los tatuajes de sus brazos. Pero no hay tiempo para eso, debemos volver a casa cuanto antes con pan, leche y mantequilla. Tenemos una misión.
         Son muchos y variados los supermercados de la zona a los que podemos acudir, en todos ellos abunda un personal bien formado que atiende al comprador con solvencia. Casi siempre son mujeres fuertes, capaces de teclear con la delicadeza necesaria en una caja registradora e igualmente desplazar y colocar grandes pesos en las estanterías.
        Saludamos a todos al entrar, los que escogen, los que trabajan, los que pagan y los que miran desde la cola cómo pasa la vida esperando su momento, o piensan en el amor perdido, o el crimen que van a cometer. Los habitantes de una cola son casi siempre gente temible, de esos dispuestos a pensar en algo.
        Qué bien ordenado está todo, me digo cada vez que entro en uno de estos comercios. Esos productos perfectamente dispuestos, con etiquetas de papel que nos indican el precio, y son de un color diferente si es una oferta... Son tantos los trabajos que han realizado esas personas para facilitar la compra de todos nosotros -compradores dispuestos a buscar la mejor oportunidad-, que cuando cojo mi bolsa de pan para completar el proceso ya empiezo a sentirme un ídolo, un héroe, a punto de empezar el viaje de vuelta a casa.
 Publicado en El Comercio