jueves, 25 de noviembre de 2010

PAPELES EN EL BUZÓN

A Manuel Alexandre

Hice mi papel. Cogí del buzón los folletos repletos de maravillosas ofertas, marqué los productos más selectos y los compré todos. Esa noche vimos el telediario en una pantalla descomunal mientras hacíamos deporte de salón con los juegos interactivos conectados a auriculares inalámbricos. Llené los discos duros de datos que nunca volvería a revisar e instalé todos los programas piratas que pude descargar para evitar que otros filibusteros más avezados me copiaran las claves secretas de mi libreta de muelle. Soy un hombre de mi tiempo buceando en el acontecer cotidiano sin trampa ni cartón, dispuesto a morder el anzuelo y tirar del hilo para ver quién me toma por marioneta. Eso si no hay algo mejor que hacer. De momento, disfrutaba de los aparatos.
Cuatro días después mi buzón volvía a estar lleno de papeles que debía asumir. Nuevas y asombrosas ofertas tal vez mejores que las ya aceptadas. Imaginaba a los señores de rojo gritando ¡que se me va de las manos! mientras corrillos de gente seleccionaban lavavajillas y batidoras como leotardos y calcetines.
¿Debía reconocer mis errores y devolverlo todo?
Uno de estos vendedores, al más puro estilo Garganta Profunda, me contó que los fines de semana de mayo (llenos de bodas y comuniones) se vendía fácilmente una docena de cámaras, que puntualmente eran devueltas en su mayoría a la semana siguiente, una vez hecho el reportaje familiar. Somos unos clásicos, la picaresca es nuestro estado natural, esa desordenada codicia de los bienes ajenos que describía Carlos García hace 400 años.
¿Quién puede cambiar de ordenador cada semana? O de televisor. Los componentes de teléfono móvil están hechos para durar dos años, los de un electrodoméstico, diez, pero cada semana recibimos la propaganda correspondiente.
El papel que debemos asumir —ese sí que llegará— es un recibo. Procedente de la primera persona singular del verbo recibir, presente indicativo: yo recibo. Y ese que recibe dirige la obra, reparte los papeles, incluso por los buzones.
Por eso ahora estoy pensando en hacer un papel secundario, perdón, de reparto.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

PAPÁ, PAPÁ


Los parques infantiles parecen lugares seguros. Todos esos balancines, toboganes, columpios, barras de equilibrio, túneles, cabañas y pasadizos, han pasado unos controles técnicos para verificar que en ningún caso podrán dañar a sus pequeños usuarios. Las rodillas de los niños ya no están rojas todo el año, no sólo porque la mercromina está en desuso, es que estos suelos sintéticos acolchados para evitar rasguños son tan blanditos que al pisarlos parece sonar una nana y llegar el sueño. Hay fuentes cercanas, para que los niños se hidraten, y bancos accesorios para que mamás y papás puedan sentarse un rato a contemplar las evoluciones de sus hijos y charlar de todo tipo de temas serios o frívolos.
Estaba sentado en uno de estos bancos del parque cerca de los columpios, como tantos otros observando a nuestros retoños jugueteando, cuando oí a mi hijo que hasta hacía un momento parecía de lo más calmado sentado con otros niños, aparentemente charlando de sus banalidades infantiles. Gritaba: ¡que no! ¡que no!
Yo estiré la cabeza como un avestruz que otea el horizonte para descubrir posibles enemigos, pero este lo tenía demasiado cerca, de mi propia sangre. Mi hijo me vio y gritó: ¡Papá, papá, a que Dios no existe!
Los compañeros de juegos de mi hijo esperaban una respuesta, mis compañías de banco me miraban, todos los progenitores del parque guardaban silencio y volvían su atención hacia este padre. Algunos niños se habían quedado parados en su balanceo de columpio, o a medio camino en su descenso de tobogán, a punto de caer sobre el pañal mullido el bebé que daba sus primeros pasos. Se desplomaron varias palomas en pleno vuelo con un bote extraño de cuerpos vivos, balones con plumas llenos de aire caliente.
Pero cuando ya sentía mi cuello de caracol deslizándose húmedo de vuelta al caparazón, fui capaz de improvisar: ¡hala, venga, vete recogiendo, que nos vamos a casa!
Y las palomas echaron a volar, la gente a parlotear y los niños a saltar. Luego me metí en la pequeña sociedad de mi concha, aparentemente ileso.
Sí, los niños pueden sentirse muy seguros en sus balanceos, pero ¿quién protege a todos esos seres crecidos, los adultos?

 
 

miércoles, 10 de noviembre de 2010

ESCURRIR EL BULTO


Para triunfar en la vida, Homer J. Simpson le enseñó a su hijo dos frases fundamentales: “yo no he sido” y “estaba así cuando llegué”. Estas palabras que podrían resultar infantiles en el contexto de una serie de dibujos animados son en realidad una vía de escape habitual para cualquiera que quiera evitar responsabilidades. Naturalmente habremos de emplear un lenguaje un poco más adulto ante los micrófonos. “Mi desconocimiento sobre ese tema es muy amplio” podría servir; pero aún mejor es “podemos alarmarnos pero no preocuparnos porque preocupándonos no vamos a conseguir nada”.
Ese requiebro candoroso para escurrir el bulto se puede mejorar, hay auténticos catedráticos en esta técnica, siempre diligentes para resolver la papeleta. Una señora quería sentarse, apartó mi chaqueta de una silla y de un bolsillo se escurrió mi teléfono móvil que acabó rompiéndose en el suelo. Las primeras palabras que pronunció, antes que una disculpa, o un juramento, fueron estas: “pero cómo pones el teléfono ahí, que se te puede caer en cualquier momento”. Genial. Me sirvió como disculpa para cambiar de compañía.
En esta misma línea había un soldado que nunca cumplía la guardia, cuando por fin apareció y le echaron en cara que no le habían encontrado en su puesto, dijo cuadrándose: “será que no me han sabido buscar, oh capitán, mi capitán”. Ineptos buscadores.
Esas sí que son jugadas maestras. No sólo no tengo ninguna responsabilidad, los torpes sois vosotros que no estáis a la altura del deber, o de las circunstancias, o lo que sea.
Emulando a tantos espectadores que han ido al cine este fin de semana, he visto una película sobre una entrevista a Richard Nixon en 1976, poco después de su dimisión debida básicamente al escándalo Watergate —se excedió en aquello que decía Maquiavelo: “haga, pues, el príncipe lo necesario para vencer y mantener el estado, y los medios que utilice siempre serán considerados honrados y serán alabados por todos"—. En principio parece que este hombre no se fue de rositas, no se hizo el sueco, puesto que asumió su culpabilidad y dejó su cargo, pero ¿que ocurre si el bulto era más grande? Nos gusta que haya malos y buenos, esos arquetipos de referencia usados en la ficción para no tener que pensar mucho. Sería demasiado peligroso dar a entender que el malo de la película es todo el sistema. Tal vez Nixon pensó como hombre de estado y asumió culpas propias y ajenas para convertirse en la Bestia Negra y facilitar a los siguientes su trabajo. Seguro que supieron ser agradecidos. Eso ya es exprimir el fardo.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

FAMA


El público ya no sabe dónde acaba el cuadrilátero, ni los luchadores tienen idea de lo que es una defensa francesa o mantener la media distancia. Las reglas del marqués de Queensberry les son tan ajenas como un posible árbitro en su contienda y no tienen sonoros apodos como Bruce Seldon, el Expreso de Atlantic City. Ni siquiera luchan por llevarse una buena bolsa o por unificar su campeonato, no están en forma, no hacen sombra, dan golpes por debajo de la cinturilla, por encima del chubasquero, por donde pueden; simplemente se enfrentan físicamente uno contra otro y no lo hacen por la gloria o por amor, es pura rabia forjada en la frustración, el fiasco, los naufragios personales.
Con una situación semejante podríamos empezar una novela negra al estilo Luces de Hollywood de Horace McCoy, un paseo por la desvirtuación de los sueños de fama. Pero cuesta trabajo encajar estos golpes cuando no tienen lugar en un callejón de Los Ángeles sino en un patio de colegio español. Aunque no son niños los que se enfrentan, son los padres que estaban viendo el partido desde la banda, aquellos que gritaban las consignas a sus retoños, a los otros hijos, a los enemigos, al entrenador, al mundo, a ti que estás aquí cerca y no tienes ni idea, cretino, zorrocloco. ¿Estás hablando conmigo? Porque no veo a nadie más por aquí, iconoclasta. Ding, empieza el combate.
Tal vez sea inevitable que los padres quieran realizarse a través de los hijos o, cuando menos, que intenten evitar los mismos errores en sus pequeños para perfeccionar la estirpe y dar un nuevo paso en la evolución de las especies. Pero ¿cómo llegamos a creer que lo mejor para nuestros hijos es cantar en Eurovisión o salir en un anuncio haciendo malabarismos con un balón mientras se comen las natillas? ¿Será que soñábamos con ser Massiel o Maradona?
Contemplaba aquel combate sin reglas desde el otro extremo del patio, mientras mi hijo y otros como él poco deportistas jugaban a las canicas o a la “de-ese”, que no es la de-otro, es una consola de videojuegos para virtualizar los puñetazos y ser Batman o Indiana Jones por minutos. Me sentía ajeno a aquella discordia mal llevada. Los niños tienen que hacer deporte para divertirse, conocer reglas y descubrir las ventajas del trabajo en equipo.
Y, por supuesto, me conformo con lo necesario, no pido más que mis descendientes estén sanos y fuertes, que sean famosos, multimillonarios y me paguen las deudas para poder vivir del cuento de una puñetera vez. Y como alguien se ponga delante, va a saber quién es el Cercanías de Sotrondio. Ding.