Los parques infantiles parecen lugares seguros. Todos esos balancines, toboganes, columpios, barras de equilibrio, túneles, cabañas y pasadizos, han pasado unos controles técnicos para verificar que en ningún caso podrán dañar a sus pequeños usuarios. Las rodillas de los niños ya no están rojas todo el año, no sólo porque la mercromina está en desuso, es que estos suelos sintéticos acolchados para evitar rasguños son tan blanditos que al pisarlos parece sonar una nana y llegar el sueño. Hay fuentes cercanas, para que los niños se hidraten, y bancos accesorios para que mamás y papás puedan sentarse un rato a contemplar las evoluciones de sus hijos y charlar de todo tipo de temas serios o frívolos.
Estaba sentado en uno de estos bancos del parque cerca de los columpios, como tantos otros observando a nuestros retoños jugueteando, cuando oí a mi hijo que hasta hacía un momento parecía de lo más calmado sentado con otros niños, aparentemente charlando de sus banalidades infantiles. Gritaba: ¡que no! ¡que no!
Yo estiré la cabeza como un avestruz que otea el horizonte para descubrir posibles enemigos, pero este lo tenía demasiado cerca, de mi propia sangre. Mi hijo me vio y gritó: ¡Papá, papá, a que Dios no existe!
Los compañeros de juegos de mi hijo esperaban una respuesta, mis compañías de banco me miraban, todos los progenitores del parque guardaban silencio y volvían su atención hacia este padre. Algunos niños se habían quedado parados en su balanceo de columpio, o a medio camino en su descenso de tobogán, a punto de caer sobre el pañal mullido el bebé que daba sus primeros pasos. Se desplomaron varias palomas en pleno vuelo con un bote extraño de cuerpos vivos, balones con plumas llenos de aire caliente.
Pero cuando ya sentía mi cuello de caracol deslizándose húmedo de vuelta al caparazón, fui capaz de improvisar: ¡hala, venga, vete recogiendo, que nos vamos a casa!
Y las palomas echaron a volar, la gente a parlotear y los niños a saltar. Luego me metí en la pequeña sociedad de mi concha, aparentemente ileso.
Sí, los niños pueden sentirse muy seguros en sus balanceos, pero ¿quién protege a todos esos seres crecidos, los adultos?
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