Entramos en aquella casa desconocida con toda familiaridad, después de ver media docena en un día las intimidades visitadas eran tan ajenas a nuestra escrutadora visión de compradores de piso como los pies para un dentista.
Ella estaba magnífica, todo hay que decirlo, porque cuando te pones a ver casas de segunda mano, inevitablemente te encuentras con sus habitantes, y es que un señor mayor en bata con la mirada perdida ante la palabra “parabólica” o una adolescente que no sabe cuánto se paga de comunidad ni dónde está la caldera, no son los perfectos anfitriones cuando lo que se plantea es vender el propio hogar. Esta anfritriona, en cambio, no sólo había cuidado su imagen personal, sabía lo que se hacía.
Nos mostró el amplio balcón de la cocina que podía albergar un tendedero, el salón, más grande de lo habitual en los pisos modernos. Nos iba revelando la casa con claridad, dejando sus miguitas de rastro como experta vendedora. Señalaba la calidad del parqué y las ventanas, los tabiques que podían moverse, las reformas posibles.
Abrió la puerta del baño.
Había un hombre desnudo afeitándose. Gordito, peludo, con maquinilla, en pelotas salvo por la espuma.
La anfitriona presentó el baño centrando su exposición en la columna de hidromasaje y la calidad de los alicatados, luego nos dirigió a los dormitorios donde se esmeró valorando los empotrados y las tomas de antena.
El hombre entró, abrió un armario, sacó un escueto calzoncillo y se lo puso mientras se contemplaba ante el espejo. La anfitriona acabó mencionando las posibilidades para una pareja joven: los colegios cercanos, el centro de salud, las salidas a la autopista... Siguiendo la rutina, nos dijo lo que pedía, respondimos que era mucho y nos lo pensaríamos.
Estuvimos callados en el ascensor.
En la calle mi mujer empezó a hablar de los pisos mientras yo me preguntaba si aquel hombre era un desdichado espectro con barba o un desdichado hombre invisible, y por qué yo sí podía verle. Tuve que acabar preguntándole si también lo había visto.
Pues claro, la que no quería verlo era ella.
Publicado en El Comercio
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