Me comprenderán los lectores empedernidos.
¿Cuántos de ustedes se saben de memoria los componentes de un champú o una crema, o los efectos secundarios de un medicamento? ¿Por qué conocemos términos tan variopintos en otros idiomas (que loción en portugués se dice loção, por ejemplo)? Pues sí, porque somos unos viciosos de la letra escrita y en cuanto nos pasamos unos minutos parados, aunque sea a la hora de realizar esta labor de vital trascendencia, necesitamos algo que llevarnos al cuerpo para controlar el mono y leemos cualquier cosa que tengamos a mano, sean etiquetas de cosméticos, prospectos médicos o marcas de colonia.
Hay gente muy previsora que tiene un revistero al lado del váter, yo lo he visto; allí van almacenando por igual folletos de propaganda, trípticos informativos y la prensa más variopinta. Algunos incluso tienen su pequeña librería en el baño, al alcance desde este pequeño trono. Podríamos hacernos esta pregunta: ¿qué libros se llevaría usted a la letrina?
Continuando por esa línea llegaríamos a obrar vigorosos ensayos sobre este tema, conjeturando lecturas laxantes o astringentes. Lo peor de todo sería la clasificación de autores, dónde colocar a Cela o a Richard Ford, quién es el diarreico de la generación perdida, etc.
Pero si hay alguien con clase para estas labores del día a día, alguien que le dio la importancia merecida a las necesidades humanas y el arte, ese fue Napoleón, que colocó el cuadro más famoso del mundo, la Gioconda de Leonardo Da Vinci, frente a su retrete. “Comprendiendo un momento de la vida de un hombre, podemos comprender toda su vida”, dijo Emerson. Seguro que la Mona Lisa le tocaba la fibra sensible. Cómo no plantearse la conquista del mundo.
Publicado en El Comercio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario