Como aquella señora que compartía mesa en un hotel de Benidorm y gritó entusiasmada a la llegada del camarero: ¡pulpo! ¡con lo que me gusta! y, mientras todos tomaban sus tenedores dispuestos a pinchar en la cazuelita compartida un pedacito de tentáculo, la señora cogió unas cuantas cucharadas de mayonesa y las vertió sobre el pulpo a feira. ¡Ay, qué rico!, decía, ante la mirada boquiabierta de los demás comensales.
Como aquella envidiable enajenada, decidió volverse loco mientras acababa de desayunar. En otras ocasiones se había planteado el mismo dilema, aunque más bien lo hacía sopesando si estaba desequilibrado y qué problemas supondría para él y sus seres cercanos esa circunstancia. Esta vez, por el contrario, tenía claro que quería ser un lunático. No un loco de atar, completamente descontrolado o medicado, enfermo, no, digamos suficientemente perturbado. ¿Cómo había llegado a semejantes conclusiones? ¿Hay razonamientos válidos que lleven a alguien a desear ser un enajenado? Pues claro, sólo depende de qué consideremos válido.
Hay frases disfrazadas de muletillas inofensivas que son en realidad cargas de profundidad, como por ejemplo: ¿A ti eso te parece normal? Cada uno de nosotros tiene muy claro lo que es normal, es de sentido común. Como el pulpo con mayonesa.
Le habían enseñado que debía tener una mentalidad abierta, comprender otros puntos de vista, aceptar nuevas costumbres. Por eso el desayunante, con una especial capacidad para la empatía, tenía la cabeza como un bombo. Su problema era que, de tanto aceptar puntos de vista ajenos, no sabía cuál era su propia esencia: todo era válido. Hasta que sus pensamientos flotaban entre incertidumbre, insomnio y ansiedad mientras los chiflados reconocidos tenían muy claro qué era lo normal, lo correcto y lo inaceptable. Y tan felices.
Necesitaba ser menos racional, aunque la sociedad bienpensante se riera a sus espaldas o en su cara. Lo difícil era razonar con sentida extravagancia.
La conveniencia de lo insensato, esa era la cuestión. Antes cogió un último bocado. ¿Sería normal desayunar 247 bizcochos? Pues claro.
Publicado en El Comercio
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