El atributo físico masculino con mayor capacidad para seducir a las mujeres es la voz, dicen las estadísticas. Lo que no aparece en esos datos es de qué hablan los conquistadores, algo que todos querríamos saber, hombres y mujeres, sobre todo por ver si tiene alguna importancia a la hora de conquistar las apetencias del prójimo o la prójima.
Reconozco que bebo más cerveza y disfruto más de los anuncios del fútbol desde que el grandísimo actor, anarquista, escritor, director Fernando Fernán Gómez puso su voz para enardecer la liga española de fútbol, y si tuviera que operarme de algo me pondría la voz de Tom Waits o del autor de “El viaje a ninguna parte”.
Dicen los extranjeros que voceamos los españoles, que nuestra forma de hablar es ruidosa e hiriente para cualquier habitante de los bares. Y tal vez no se equivoquen. Queremos conquistar a la audiencia con nuestra voz, dominar la conversación, sentar cátedra, ser aceptados y reconocidos, respetados en sociedad.
La incertidumbre es dolorosa. Tendemos a rellenar los vacíos —sobre todo los seductores, claro— porque el silencio nos incomoda. Y así convertimos al que calla en el que otorga, el que esconde o el que es sabio.
El tertuliano es esa especie dominante de parlanchín que tiene gracia o sapiencia suficiente para hablar de cualquier tema durante el tiempo que haga falta y mantener sus afirmaciones, sean relevantes o sin sentido, ante otros de su misma calaña. El tertuliano puede hablar con solvencia de fútbol, de economía, de literatura, de la cesta de la compra o de las operaciones a corazón abierto. Un buen tertuliano nunca debe otorgar, siempre debe esconder y no nos importa si es sabio. Como decía Vittorio Gassman, no hace falta ser muy inteligente para saber actuar, el mayor imbécil puede ser un magnífico actor. Y a todos nos gusta una historia bien contada, sea realidad o ficción.
Si nuestro estado natural es la búsqueda del placer, sea este la estabilidad mental o el desenfreno carnal, la duda es un obstáculo, un hueco a rellenar, tal vez con palabras.
También las sociedades primitivas buscaban explicación a sus incógnitas, así nacieron los dioses, seductores sin voz propia.
Publicado en El Comercio
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