Cuando la vida nos sonríe, cuando todo está en su sitio y funciona, es fácil aceptar un nuevo cambio; parece que la línea de navegación de nuestro barco es inalterable y su flotabilidad está a prueba de todo escollo. Ingenuamente, sentimos que respiramos mejor, que tenemos más pelo y menos peso, que el refrigerador tiene un color maravilloso y el agua del grifo está en su justo punto de temperatura.
No podemos imaginar la que nos están preparando. Sí, en nuestra propia casa, las personas más cercanas.
El adolescente sabe que ese es el mejor momento para decirles a sus padres que no quiere ir a la universidad, o que está embarazada, que quiere cambiarse de sexo o irse de casa. Y a veces cuenta con cómplices (madres o padres o hermanos confidentes) que han planificado al detalle la situación. Porque saben que en otros momentos, cuando vivir nos parece una sucesión interminable de ansiedades bajo control, esa noticia imprevista y desagradable puede hacernos reventar de ira, incomprensión o rechazo.
Ni mucho menos es el adolescente el único que conoce estas estrategias, tan sólo es uno más de los que se han aprovechado de un viejo truco. Como Matahari, aquella amante bandida que esperaba hasta el final del acto sexual para plantear las cuestiones delicadas, o los generales de Napoleón que esperaban la llegada de la victoria para plantearle al sire sus aspiraciones más ambiciosas (tal vez acabar convirtiéndose en personajes de un cuento de Antonio Pereira).
Los momentos de euforia desmedida son los más apropiados para estos ardides. Como esa joven que llega a casa entusiasmada porque acaba de aprobar las oposiciones y le piden que se siente en el sofá. O en el aeropuerto, justo antes de empezar en solitario ese viaje soñado desde la infancia y tu pareja te pide que dejes de hablar un momento para explicarte algo. O cuando estás celebrando la Eurocopa, haciendo cortes de manga a Platini y brindando por el Niño, y de repente te llaman al móvil. Da igual lo infame que sea el asunto planteado, lo aceptarás de buen grado porque no hay espina que duela si ves el camino de rosas.
Publicado en El Comercio
No hay comentarios:
Publicar un comentario