Un día caminas por ahí casi vacío y presencias la fragilidad del destino: ese barbudo que sale de una oficina mirando hacia adentro y la rizosa que camina por el pasillo con un frágil vaso de plástico que probablemente contenga café —pero no descartemos el lingotazo escocés de media mañana—, lo estás viendo, van a chocar; puedes incluso pensar que es evitable, tienes el grito en el fondo de los pulmones, la idea en los bordes de la lengua, no llegas a calibrar el tono de voz ni la nota que vas a emitir, no puedes llegar a decir nada. La catástrofe prevista se cumple ante tus ojos.
El líquido salta en el aire durante unos instantes pretendiendo evitar la ley de la gravedad, el gesto de sorpresa precede al de alejamiento imposible, mientras el café —al fin reconoces ese característico marrón oscuro— se deposita cándidamente sobre la mujer de boca abierta ante la mirada enajenada del trastabillante. Lo habías imaginado con toda certeza pero no has podido evitarlo. Palabras de disculpa sinceras, gentileza que tal vez se torne en rabia y odio después de tres lavados inútiles, palmaditas en la espalda y aquí no ha pasado nada.
La previsión fue certera, no era difícil, no te jugabas nada. Pero a veces son los sentimientos los que nublan el entendimiento: el deseo de gol nos hace verlo y cantarlo antes de que el balón se estrelle en el larguero que tiembla mientras retumba el estadio porque otros comparten tu opinión. Las rutinas y los prejuicios, árboles habituales ante la nariz que impiden descubrir si estamos en el bosque o se nos cae un tronco encima, acaban con el buen funcionamiento de la lógica.
También es cierto que a veces no está en nuestras manos, el destino, digo, pero ya que esta semana las líneas han optado por tornarse consultorio de autoayuda, ¿a ti qué te importa el destino mientras lo tuyo esté resuelto? Camina espectador por el pasillo y que el mundo reviente, seas indigente o estadista, la catástrofe es necesaria, la fragilidad, el detergente, por eso los lápices llevan una goma de borrar en el cogote, occipucio o colodrillo. ¡Grrrrtfx!, que diría Ibáñez.
Publicado en El Comercio
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