En la gran ciudad todos acabamos siendo anónimos singulares. Las apariencias y los comportamientos más estrambóticos pasan con normalidad a nuestro lado sin que apenas echemos una ojeada al colorido. Me refiero a la ciudad enorme, absolutamente cosmopolita, inabarcable para los sentidos. Es inevitable sentirse pequeño, falto de tiempo, al borde de un ser vivo ridículo cuya único motor es la observación. Entre las miles de personas que caminan por la quinta avenida o se hacen fotos ante el escaparate de una tienda de joyas que nunca podrán asaltar, no tiene la menor importancia que te tropieces con un señor que pasea tranquilamente en bata y zapatillas a diez grados bajo cero, y apenas merece un comentario de medio lado esa señora que ha venido a cenar al restaurante-barbacoa con su mejor abrigo de visón y no se lo ha quitado en ningún momento. Eso no son más que simplezas.
Disfrutando un poco más de este maravilloso laboratorio para el estudio de conductas humanas en sociedad, entramos en una monumental tienda de lencería. En el vestíbulo hay una veintena de hombres sentados en el suelo recostando sus doloridos lomos contra la pared con expresiones que van del aburrimiento al enfado, pasando por los que simplemente dormitan o esperan jugueteando con sus móviles, reproductores multimedia o lo que sea. Hace unos años me dijeron que, como media, los hombres soportan 50 minutos acompañando a las mujeres a mirar y comprar ropa. No me creo mucho esos estudios sobre los distintos comportamientos por razón de sexo, pero contemplando a estos muchachos de caras largas me pregunto cuánto tardaré en venir a dejar mis posaderas sobre esta mullida moqueta. Bien pensado, debería hacer como ese que llega ahora y saluda alegremente a su mujer cargada de bolsas. Ella está radiante de felicidad consumista y él ligeramente achispado. Juraría que es el mismo tipo que antes estaba cantando una clásica tonada irlandesa en el bar donde entramos a tomar una cerveza. Cariño, oye, le digo, ¿y si nos dividimos? Pero ella ya se ha lanzado a las rebajas.
Publicado en El Comercio
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