El ascensor es la cápsula de vacío. No importa si subimos un par de pisos o vivimos en un rascacielos neoyorquino para convertir esa caja con botones y espejo opcional en nuestra particular cámara de descompresión, donde dejaremos que el cuerpo libere los efluvios tóxicos del espacio laboral como buceadores exhaustos de tanto explorar el arrecife coralino o astronautas de voz metálica con los dedos agarrotados después de una ardua faena de precisión sin gravedad.
Nos quitaremos los guantes de neopreno para pulsar el botón y dejaremos que el cuerpo vaya adquiriendo el tono hogareño de descanso necesario.
Pero el ascensor se detiene antes de lo previsto para que un sonriente señor se cuele en nuestro habitáculo con su camiseta, bermudas y chanclas a juego. Y no viene solo, a modo de feroz compañera trae en sus manos una señora tortilla de patata como una rueda de carro cuyos aromas la preceden, me interceden y embuten el ascensor hasta tal punto que en apenas dos segundos se ha convertido en el camarote de los Marx. Y yo sin comer.
Siempre me pregunto de qué hablaría Groucho en los ascensores, qué frases ingeniosas reservaría para esa situación en que parece obligatorio hablar del tiempo (meteorológico). En este caso el exceso de salivación no me permite articular palabra, creo que mi cara es suficientemente expresiva sin abrir la boca, ya me responde el señor mientras pulsa un botón.
Tiene buena pinta, ¿eh? Todo de casa. No hay más que ver el color del huevo. Y las patatas, bueno, vamos, es que se deshace en la boca. Voy a casa de mi nieta, que me espera para comer.
Y el señor abre la puerta. Y se va. Sin final feliz. No hay pincho de tortilla de consolación. Quién fuera lobo en esta nueva versión de Caperucita. O cazador de patatas al menos. Me espera el forraje correspondiente, verde multicolor en plena operación bikini, o bañador, o lo que sea.
Sigo subiendo, abrumado por esa fragancia que se deshace en la boca y eso que cruje a mis pies. Los traidores Pulgarcitos de la playa lo llenan todo de granos, seguros de que al día siguiente sabrán volver a sus vacaciones.
Publicado en El Comercio
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