En una entrevista televisiva de 1969, el presentador Dick Cavett le preguntó a Groucho Marx por su habitual pareja en las películas que le habían hecho famoso, aquella mujer de gran talla que solía hacer el papel de ricachona indiferente a merced de las triquiñuelas del inquieto fumador de puros con la ceja inquieta: Margaret Dumont.
Mordaz hasta la sepultura (Perdone que no me levante, dice su epitafio), Groucho menciona la escena de Una noche en la ópera que fue censurada en muchos estados de la unión en 1935.
Groucho llega cargado de maletas y ella le pregunta:
¿Tiene usted todo?
¡Nunca he tenido ninguna queja todavía!
Es de suponer que el contoneo de cejas de Groucho culminaría la referencia sexual para los censores. Pero no es así para nuestra cándida Marguerite, que en este y otros números ingeniados por los Marx acababa preguntando qué tenía de divertido lo que estaban haciendo. ¿Y esto se supone que es gracioso?, preguntaba.
Un encantador de serpientes como Groucho Marx, que podría hacernos un informe meteorológico o un parte médico de cáncer de colon para partirnos de risa con esa labia, puede remontarse a su época dorada 30 años atrás y hacer bromas sobre la indolencia de una compañera de profesión, ella nos parecerá tonta y él ingenioso, nos reiremos un rato con esta maravilla.
Es lo bueno de la televisión, que de vez en cuando encuentras algo divertido y cuestionable.
Y como en los telediarios sólo dedican un par de minutos a noticias culturales, como la pasarela Cibeles, ese imprescindible evento que a todos nos cambia la vida y nos hace mejores personas —fíjense ustedes cómo levanto las cejas y fumo el puro—, tendré que hacer la comparación con el mundo de la política y preguntarme por cada Groucho Marx (ególatra, brillante y despiadado) cuántas docenas tenemos de Marguerites/os Dumont dispuestos a dar la réplica, a seguir el juego para que el número continúe, sin enterarse de nada de lo que está en juego ni ganas de preguntar qué gracia tiene lo propuesto mientras dure la comedia. Porque además sus números no dan ninguna risa.Publicado en El Comercio
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