Lo penoso no era la calidad del papel (esto es papel de periódico, decían sibaritas del estanco pasando páginas; en diez años este libro se te cae a cachos, afirmaban), lo inesperado y sobrecogedor era el precio de los nuevos números que se multiplicaba por 5 en las siguientes entregas. Puesto que era una cuestión de ciencia acudí a mi científico de confianza, el físico Berenguer. Yo los compro todos, me dijo atusándose el tupé, el número uno siempre se vende muy por debajo de su precio.
Mi fe en la ciencia se resume con la frase que Groucho Marx le dijo a un productor: el único en quien confío es en ti, y poco. Pero mi certeza es absoluta ante las interpretaciones científicas del genio Berenguer, por eso tengo mi casa llena de números uno de las colecciones más insospechadas.
Recuerdo las esperanzas que puse en aquella magnífica oferta: la maqueta de un inolvidable navío. Ya veía su silueta en medio del salón, sin restos de galletas, posos de zumo, piezas de Lego o juguetes olvidados. El buque de guerra ocupaba la sala y sólo era necesario imaginar el mar para verlo flotar, desplazarse sobre su superficie y entrar en batalla disparando los cañones en pleno zafarrancho de combate, Russell Crowe un amanerado a mi lado. Y eso sólo era el principio, pronto escribiría una serie de novelas náuticas para desfacer el entuerto de la hegemonía británica sobre los mares e igualar en destreza narrativa a ese Patrick O'Brian.
Corrí al kiosko a por mi barco: primera entrega, una pequeña pieza de madera que hacía curva, una cuaderna de ocumen. El navío se formaría después de tropecientas entregas.
Todo llegará.
Tiembla Patrick, donde estés.
Publicado en El Comercio
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