Vertí unos posos de café del día anterior en una taza y la metí en el microondas, pero no sonaba el zumbido habitual, tampoco funcionaba.
Me fui al baño a ver si todo empezaba a funcionar cuando volviese.
Me vi peor, como siempre. Cogí la maquinilla y la enchufé. Nada. Pulsé el interruptor, no había luz. Vale, habrá que alterar el orden, vamos a la ducha.
El agua salía tan fría que al fin me desperté. Fría y marrón. Y cada vez menos, hasta que lo único que salía del grifo era un rumor oxidado, el eco de chirridos lejanos por las tuberías.
Fui al teléfono para llamar a los del recibo, esos que nunca están en estos casos: la luz, el agua, el gas, el teléfono. Por supuesto, no había cobertura.
Volví a la cocina en busca de mis vitaminas, acetilcisteína para los mocos, ibuprofeno, omeprazol, ansiolíticos, estimulantes. Sonaban estornudos desconocidos por el pasillo, toses de distintas edades, llantos de bebé interminables. ¿Desde cuándo vivíamos tantos bajo el mismo techo?
Salí al balcón, había un montón de gente asomada a la ventana extrañada por lo que pasaba. Al menos no era el único. Y algunos ya habían pasado de esa primera extrañeza al consecuente progreso hacia la indignación: gritaban desde los ventanales exigiendo explicaciones.
¡Esto parece el tercer mundo!, chillaba una señora que se cubría con una manta. ¡Ahora entiendo lo de las pateras!, gemía un gordinflón en camiseta. ¡Me las pagarán!, añadía otro agitando el puño.
Luego todo volvió a su sitio: agua, luz, comida... Pero, a pesar de que todo eso era lo normal en mi vida, no me sentía cómodo en la ducha.
Publicado en El Comercio
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