¿Qué pasaría si una joven guapísima, con un cuerpo de moda, absolutamente segura ante el espejo de que su belleza es innegable, se pusiera un día una trinchera a lo Bogart y decidiera hacer una exposición de sí misma, abriera la gabardina sonriente y los primeros viandantes espectadores le dijeran: qué andas enseñando, fea, adefesio, sosa de carnes? Tal vez su idea de convertirse en modelo, de vivir de su capacidad natural, se hundiera por completo en un charco de inseguridad y nadie supiese que sus curvas harían temblar de envidia a las mujeres más explosivas de la actualidad mediática.
La literatura tiene una parte de exhibicionismo. Esa persona que se enfrenta a la hoja en blanco y la va rellenando letra a letra, en un acto de soledad absoluta ante el mundo que se extiende por sus manos a medida que su mente lo concibe, no ha acabado su obra literaria. La obra acaba cuando ese texto llega al lector.
A algunos autores hay que convencerles de que su obra debe ser mostrada al público, a veces impagables amigos traidores como Max Brod o madres testarudas como la de John Kennedy Toole, nos permiten conocer La conjura de los necios o El proceso. Otros están seguros de la validez de lo escrito y afrontan o desprecian las críticas, contra viento y marea.
Al final, los lectores podemos considerar que el libro llegado a nuestras manos es válido o no, puede parecernos vergonzoso que una editorial haya dado cabida a semejante aberración o glorioso que se haya atrevido a publicar esto, o normal que lo hagan viendo los tiempos que corren. Podemos tener confianza en autores, en editoriales, en otros lectores, en portadas, somos el juez final.
Para muchos escritores, aún seguros de su obra, el paso de la acción íntima de creación a la exhibición impúdica de su libro es insoportable. Y es que hace falta valor o inconsciencia para llevar a cabo ese acto.
No me importan los inconscientes, este es un grito por los que tienen algo que contar.
¡Fuera esa gabardina! Hasta la piel sobra.
Publicado en El Comercio
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