miércoles, 9 de marzo de 2011

OCIO PERDIDO


El hombre más triste que ha viajado en autobús cogía la agarradera como si fuera un herrumbroso grillete carcelario o el gancho del que cuelgan las carnes degolladas en el matadero. Sin embargo, su aspecto era de lo más saludable: rostro bien rasurado y bronceado, pelo aclarado por largas horas de sol en alguna playa tropical difícil de imaginar en los transportes públicos, ropa ligera, de colores casi chillones, tal vez para resaltar el tueste natural. Lo terrible era su semblante.
Me preguntaba qué tragedia yacía tras aquella mirada inconcreta que se deslizaba sobre los edificios y los coches a la misma velocidad que el autobús, inmóvil pero inevitablemente desplazada, estancada, perdida. Los ojos enrojecidos, la boca entreabierta, los hombros que se alzaban de vez en cuando para permitir entrar un poco más de aire en los pulmones atenazados y exhalar un suspiro.
Entró una chica que lo reconoció y se puso a hablar con él. Parecía no ver su expresión, simplemente hablaba sin parar, tal vez de las nuevas y fabulosas colecciones de fascículos que nos inundan cada mes de septiembre, para comprar el primer número y olvidarnos, o de la muerte del gran Antonio Rabinad, autor de El hombre indigno, de si la gripe A es una cortina de humo...
Pero al fin habló el hombre triste.
Se acabó —dijo alzando los ojos para mirar a la mujer, y una lágrima rebasó al borde de su párpado, sorteó los escollos de la nariz, recorrió la mejilla hasta el mentón como una última ola desesperada y cayó al suelo gris enmoquetado—. Hasta el año que viene, ya nada.
Luego la mujer le dio unas palmaditas en la espalda, se encogió de hombros y le indicó que llegaban a su parada.
El final de las vacaciones, gran tragedia en directo, damas y caballeros, una vez más en su mejor sala de espectáculos: el autobús.
Cuando me levanté para salir busqué en el suelo la lágrima derramada por el ocio perdido, pero ya se había evaporado. Como mucho hallaría un pequeño rastro de sal.

Publicado en El Comercio

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