No pretendo ver la vida como un deporte, eso lo hacía mi admirado Conan Doyle y acabó espiritista, pero realmente no quedan muchas opciones si tenemos en cuenta que apenas un par de detalles nos distinguen de los estereotipos victorianos. Porque no hay mucha diferencia entre aquel caballero inglés que se escandalizaba ante las blasfemias proferidas por una mujerzuela en las calles de Whitechapel y esos que ponen el grito en el cielo cuando alguien se suelta la faja de lo políticamente correcto. Simplemente nos hemos fabricado corsés más variados, más sibilinos, provocativos o aparentes, pero igual de constrictores. Cambiemos cuello de celuloide, bombín, paraguas y maletín, por sudaderas, cadenas, pantalones caídos y cordones de colores, por poner un ejemplo. ¿Dónde tiene cabida el distinto? No hay problema, fabriquemos un nuevo corpiño llamado, digamos, integración, o sea, anulación de la individualidad, porque no es que rechacemos a los distintos, no, no, por Dios, simplemente queremos que sean parecidos a nosotros todo lo posible, que tengan nuestros deseos y nuestras dependencias del consumo cuanto antes. De hecho no hay que pensar mucho, el propio sistema ya se encarga de globalizar este estilo de vida que llega a todo el mundo —incluido el tercero, el segunda B y las demás dimensiones— con una espectacular puesta en escena: venga aquí, amigo, todo va bien, todos podemos llegar a triunfar, que es lo que importa.
No, las dimensiones de una sociedad urbanita no tienen cabida para el diferente. No me refiero a tribus urbanas o de raza, religiones, vicios o aficiones deportivas, me refiero a esas personas que funcionan de otra manera y acaban en el manicomio (perdón, qué terrible palabra, quería decir en manos de servicios sociales), o sin techo, o en la cuneta, fuera del sistema. Sólo las pequeñas sociedades admiten en su totalidad al diferente, el loco del pueblo, la bruja de la aldea, conocidos por todos y admitidos con sus cositas. Y el urbanita visitante se queda admirado mientras su sherpa lo explica todo con naturalidad.
Publicado en El Comercio
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