El 11 de septiembre de 2011 había salido del hospital con mi mujer y mi hijo recién nacido para llevarlos a casa en coche. Lo que íbamos oyendo en la radio parecía un relato de ciencia-ficción, pero cuando llegamos al hogar, el rey fue puesto en su trono y nos sentamos ante la tele, descubrimos que el mundo conocido acababa de cambiar en un instante y ante nuestros ojos. Yo estuve en esa torre, dijo mi mujer. Pues nadie más va a estar a partir de hoy, debieron responder unos terroristas.
Hace unas décadas, quedé con una chica al final del verano en la Sidrería Benidorm, cuando llegué allí no había nadie, prácticamente nada: un solar derruido y el sonido del viento sobre las vallas de obra. Tal vez ella ya lo sabía y por eso no fue. Recuerdo perfectamente la anécdota, no sólo por lo chocante, sino por haberla contado muchas veces. Lo que no recuerdo es quién era ella.
Podemos leer sobre hechos históricos del pasado con toda desgana, apenas un ejercicio de memoria o entretenimiento, pero asimilar un suceso de relevancia en el mismo instante en que sucede es una información que entra por otra puerta, un umbral que parece no existir pero insospechadamente se abre, y acaba por desplazarse lo inamovible.
Ante nuestros ojos un desastre nuclear y un nuevo vocablo -como en su momento Chernobil- que se repetirá millones de veces de ahora en adelante: Fukushima.
Publicado en El Comercio
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