Sobriedad.
Esta es la palabra fundamental a la hora de interpretar el cine de
Clint Eastwood, un señor que a sus 82 primaveras es el mejor
cineasta, tal vez el último, del Hollywood clásico, y no por
imitación, sino por herencia. Lo bueno es que este tipo duro se ha
incautado de otras influencias que están presentes en sus películas
sin que estas tengan que rendir homenajes palpables, visibles,
declarados.
Durante
años he relacionado las trayectorias de Clint Eastwood y Woody
Allen, el gran narrador cinematográfico neoyorquino, tal vez por el
simple hecho de que ambos forman parte de mis gustos, o que los dos
despuntaron en los sesenta, o les gusta el jazz (de distintos
estilos), o que representan arquetipos masculinos (de distintos
estilos). Tal vez las razones de Woody Allen para hacer una película
al año sean terapéuticas, económicas o religiosas; como espectador
entregado creo que esta periodicidad merma su capacidad creativa
(algo similar les ocurre a esos grandes escritores que no pueden
dedicar demasiado tiempo a proyectos ambiciosos, atados por
compromiso editorial a publicar una
novela al año).
Quién
iba a decir viendo aquellas películas del orangután que Clint
Eastwood acabaría firmando los títulos que ha hecho: convirtió un
dramón romántico como “Los puentes de Madison” en obra de arte;
con “Sin perdón” reinventó el western –si es que no lo había
hecho ya con “El fuera de la ley”– y se consagró en los
Oscars; sacó lo mejor de sus dirigidos en “Million dollar baby”
o “Mystic River”. Se define por su sobriedad, lejos del regodeo
artificioso, la risa floja o la lágrima fácil, siempre a salvo.
¿Cuántas escenas dedicó en “El intercambio” a poner de
manifiesto lo que sentía la madre ante el hijo intruso? Los
efectistas habituales meterían el sacacorchos en la llaga; Eastwood
es efectivo, huye del sensacionalismo.
Esa
capacidad para contar las historias más terribles con calma, con
certeza, sin recrearse en lo que otros consideran espectáculo,
convierten a Eastwood en el mejor cronista, el que convierte la
elipsis –lo no contado– en su relato.
Publicado en El Comercio
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