Esta situación, la de acompañante de los que han tenido una muerte cercana, es una de tantas que son mucho más fáciles de soportar para los creyentes en la otra vida, en los paraísos de la fe, en “verdades incuestionables” como el Más Allá. De hecho, la duda infantil ante la muerte de seres queridos, o ante su propia posibilidad de morir, es mucho más fácil de explicar con la idea del Cielo. Y también para los adultos, naturalmente.
No tengo la menor duda de que el Cielo existe para muchos de mis familiares y amigos.
No sé si lo contrario de ser creyente es ser descreído o incrédulo, antónimos según los diccionarios pero términos que de alguna manera reprochan, dan a entender que no puedes creerte lo más obvio, cuando en realidad lo evidente es que el que muere deja de estar.
La mayoría de las personas que me rodean creen en una entidad superior que está por encima de todo. Yo, no.
Y me encantaría estar seguro de la existencia del Nirvana, el Cielo, el Paraíso; de que podría tomar unas jarras de hidromiel con Jimi Hendrix y Aristófanes, rodeado de bellezas. O, lo más seguro, ir a parar al Infierno para que me dieran de latigazos y me hicieran perrerías. Sería maravilloso, estupendo estar seguro de que eso es posible: seguir siendo.
Pero yo no lo creo. No puedo.
De tanto pensar, por no acabar caballero andante o motorista descabellado, acabo haciendo un retruécano con el “ser o no ser” de Shakespeare que por tan repetido parece perder su sentido de fondo, el drama vital; con este poderío que tiene el castellano frente al inglés, un idioma que no distingue entre ser y estar, puedo explicar mi creencia con esta simple frase, tan cercana y casi ingenua: somos los que estamos.
Publicado en El Comercio
1 comentario:
Creer en Dios para mi es una necesidad. O se tiene o no se tiene.
Saludos!
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